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Episodio 4: “Virginia y Alfonsina: la trama del agua”, Por Romina Paula

Diarios - Mayo/Junio 2020 - Literatura y pantalla

Debates, Diarios

Diarios - Mayo/Junio 2020 - Literatura y pantalla

¿Sobrevivir tiene que ser sobrevivir a algo o también podría ser, sencillamente, no morir? Romina Paula va y viene del televisor a la pila de libros elegidos para guarecerse en cuarentena. Desde la habitación que comparte con su hijo se puede llegar en un solo paso hasta su propia adolescencia. En la otra orilla la esperan dos sobrevivientes: Virginia Woolf y Alfonsina Storni

 

En Discovery Channel dan varios programas de supervivencia. Uno de ellos, acaso el más absurdo, se llama Supervivencia al desnudo y se trata de que dos competidores, en general un hombre y una mujer que no se conocen, sobrevivan una cantidad de semanas en los lugares más inhóspitos de la tierra. Cada uno puede llevar algún artículo de supervivencia, en general eligen un chispero o una red o una olla, y ambos disponen de machetes. Y un morral que les da la producción. Y nada más. El sadismo de que vayan desnudos no tiene razón de ser, porque además después se toman el trabajo pacato de blurearles los genitales y las tetas en todos los planos, por lo que no se entiende para quién es necesario que estén tan desnudos en condiciones tan poco favorables. Como si no fuera suficiente que anden descalzos ya. Muchas veces uno de los concursantes se quiebra, metafórica o literalmente, en los primeros días, y queda el otro solo, en medio de la nada. En esos casos el participante que queda casi siempre lo consigue, sobrevive. Hay algunxs que consiguen pasar los días con bastante angelamiento, en sintonía con el entorno, cazan algo, comen algo y casi que la pasan bien. Otros se limitan a sobrevivir, en cuclillas en el refugio, refunfuñando, comiendo alguna raíz. Ésos, aunque el nombre del programa los legitime, no llegan a domar el entorno, simplemente se esfuerzan en no morir. Se aferran a las pocas energías que les quedan, no se mueven y esperan ahí a que el tiempo pase y llegue el día de volver. Esos, aunque ganen, no lo hacen con mucha dignidad.

A Ramón le gusta el programa pero también le da impresión. Se lastiman con frecuencia, se cortan con los machetes, se caen, se tuercen, se queman, los pican las alimañas, realmente tiene algo de sadismo toda la cosa. Suele preguntarme si eso que está viendo es real. Si son personas a las que les está pasando eso o si están actuando. Tampoco distingue tan claramente actores de dibujos animados. Hace no tanto le expliqué algo acerca de los dobles de riesgo, le dije que no eran los mismos actores para las escenas de acción, que había acróbatas que hacían ese trabajo y unos días después lo vi explicándole a mi madre en una escena en el que el dibujo animado del pollo Archibaldo saltaba por los aires con un auto, que no se preocupara, porque no era él el que hacía eso, sino un doble de riesgo que lo hacía por él.

¿Sobrevivir es necesariamente a algo o se le puede llamar sobrevivir a sencillamente no morir? ¿Suicidarse sería lo contrario de sobrevivir?

 

En distintos momentos de la vida me recomendaron que leyera a Virginia Woolf. Me regalaron Al faro, con mucha intención, lo había empezado en dos oportunidades con bastante expectativa y no había podido acceder. Había tenido la mala suerte de leer una traducción a la que no le entré para nada de Orlando y me había quedado con una extraña sensación de inaccesibilidad. Este verano una amiga me regala Señora Dalloway usado, me dice que lo vio y pensó en mí y ya, aprovecho el envión con las inglesas y el pasado y la cuarentena y la emprendo. Y no puedo creer no haberla leído antes. No puedo creer cómo hace de la no anécdota algo, cómo va saltando de un personaje a otro, de las descripciones del brillo de la vajilla a los sentimientos más inconfesables de sus personajes, y todo con humor y sutileza y amor. La leo traducida y sin embargo se conserva todo de eso así que imagino que debe estar aún más potenciado en su inglés. Mientras la atravieso me aparece Alfonsina Storni y la canción que le compusieron. Es una canción que siempre me pareció desgarradoramente melancólica pero ahora que la repito en mi mente me parecen tan logradas la letra y la melodía. Asumo que se me unen por la trama del agua, por los suicidios de las dos. Compruebo también que compartieron casi el mismo tiempo en el mundo, ¿habrá sabido alguna de la existencia de la otra? Virginia metió piedras en sus bolsillos para asegurarse el éxito de su cometido y se metió al río Ouse; en el caso de Alfonsina quedó la idea de su romántico ingreso a las olas pero parece que en realidad se arrojó de la escollera del Club argentino de Mujeres en Mar del Plata. Parece que le había reaparecido un cáncer del que ya se había operado y no quiso tratarse más. Aunque nada sea tan simple nunca.

 

Este fin de semana pasa un amigo a dejarme el libro que acaba de publicar que se llama Danza Cardumen: el mensaje del agua. No pone su nombre en la tapa del libro, supongo que porque quiere darle entidad a esto de que él solo transmite un mensaje. En ese libro, entre muchas otras cosas, habla de la energía yin del agua, el agua como elemento esencialmente femenino; habla también de la necesidad de esa energía en el planeta para compensar la otra, que tiene mucho de opresivo.

Qué con el agua entonces, me pregunto yo.

 

A los 18 años, en la época del uno a uno, junté plata trabajando en apoyo escolar: me pagaban bastante bien y con esa plata saqué un pasaje a Perú con mi amiga del alma Sonia. En realidad el viaje era un paquete que ofrecía una agencia de viajes para jóvenes de esa época e incluía la subida a Machu Picchu en cuatro días con acampe y la llegada a la ciudad inca a la mañana del cuarto o quinto día, no recuerdo bien. Creo que el paquete era por una semana pero cambiamos el pasaje y nos quedamos un mes. En ese mes hicimos un viaje errático por más que nada el oeste de Perú, sin respetar mucho la lógica de las distancias sino que más bien nos uníamos a planes de personas que íbamos conociendo. Entre ellos, unos surfers brasileños que conocimos en el camino del inca, que se dirigían a un balneario que se llamaba Chicama porque aparentemente tenía una de las olas más largas del mundo. Ahora googleo el lugar y veo que tiene un malecón de madera y un hospedaje tres estrellas para surfers, hace 25 años en Chicama no había más que un hospedaje para surfistas que probablemente fuera este mismo pero más precario, sin el revestimiento de bambú ni las máscaras, y en la playa de Puerto Malabrigo no había malecón de leños sino solo la playa de pedrusco y el viento, y nada más. Hasta ahí fuimos en colectivos: uno de Cuzco a Punta Hermosa, otro de ahí a Lima, otro más de Lima a Trujillo y el último de Trujillo a Malabrigo, en este último ya solo viajaban surfers y lugareños y bueno, nosotras dos. En el de Lima a Trujillo, que duró toda la noche, cuando empezamos a poder ver algo al amanecer, el paisaje del otro lado de la ventanilla eran kilómetros y kilómetros de playa virgen; una extensión inmensa de arena sin intervención humana, y de fondo el mar, majestuoso, inmenso, infinito, de azules por capas, algo que no había visto nunca así, el mar como desierto, tanto que parecía irreal.

En Chicama, de día, cuando nuestros amigos surfeaban, nosotras nos tirábamos en la playa a leer. No había realmente otra cosa que hacer. Era un desierto, allá a lo lejos se veían unos molinos de energía eólica, después las rocas, un acantilado, la playa de pedruscos y claro, la ola más larga del mundo que a nosotras nos dejaba bastante sin cuidado. En esa playa casi nos ahogamos con mi amiga Sonia y algo quiso que no fuera así, porque algo nos sacó, muy probablemente el mar. Sonia y yo, como dos turistas desprevenidas y bastante dispersas, por cierto, nos metimos juntas al mar en una playa de rocas en las que éramos los únicos seres humanos en kilómetros a la redonda. Ciertamente era una playa en la que, si uno gritaba, tampoco habría nadie que lo escuchara. Nuestros amigos no estaban ahí mismo ese día, se habrían ido a surfear a un lugar más allá. Sonia y yo nos metimos al agua y nos bañamos pero cuando quisimos salir, y después de un rato de intentarlo, nos dimos cuenta de que no podíamos hacerlo, y de que no teníamos a quién recurrir. Ambas braceábamos a lo pavote pero no había modo, no avanzábamos, estábamos siempre en el mismo lugar. Si nos quedábamos quietas, el mar nos tiraba incesantemente hacia atrás. Era realmente una pesadilla, tanto esfuerzo y no moverse del lugar. Empecé a desesperarme, temí. Tengo un poco velado el episodio, porque de hecho no hicimos mucha alharaca, ni ese día ni después, no anduvimos por ahí diciendo “hoy casi nos lleva el mar”, pero este verano recordamos esa anécdota con Sonia y ella lo nombró claramente como un hecho, te acordás de esa vez que casi nos ahogamos en el mar. Y ahí recordó que en un momento yo me había desesperado y dice que ella nos dio coraje y dijo que nos relajáramos y que nos dejáramos llevar, flotar, o algo así, y que el mar nos sacó, como si hubiera cambiado sus intenciones, cambiaron las corrientes y sin que hiciéramos esfuerzo, nos sacó hacia la orilla. No puedo recordar cómo fueron esos minutos posteriores, si seguíamos asustadas o nos pusimos a reír, que era casi lo que más hacíamos; tampoco nos recuerdo refiriéndoles nuestra hazaña a los surfers, aunque es probable que lo hayamos hecho. Aunque más que de hazaña había tenido de negligencia, es probable que por eso en parte no lo hayamos querido contar. Siempre digo que algo nos muy cuidó en ese viaje todo. A mi mamá la llamaba una vez por semana, con suerte, y nunca sabía cuándo. La llamaba de teléfonos públicos y le definía itinerarios que por supuesto no íbamos a seguir, porque no teníamos itinerario. Así que mi mamá convivió ese mes con que yo estaba en algún lado de Perú, desplazándome de un punto a otro. Dos años antes había muerto mi hermana en un accidente y creo que yo necesitaba diluirme así. El año previo a ese viaje me las había pasado atemorizada, segura de tener un cáncer incurable, en algún punto estaba segura que iba a morir a Perú, aunque no se lo decía a nadie pero viéndolo en perspectiva fue sin duda algo que llevé a morir allá y que a lo mejor se haya llevado el mar, se habrá llevado la vulnerabilidad o la culpa, o el temor, el temor también, al que sometí a mi madre de que pudiera pasarle otra vez, eso de perder, pero esa vez no y ninguna de las dos perdió y ambas sobrevivimos a eso y creo que eso también me lo devolvió el mar.

Cuando aterrizamos en Ezeiza al término de ese viaje y nos fueron a buscar, yo lloraba sin parar. Mi mamá, por supuesto, estaba feliz de volver a verme, yo seguramente también. Cuando me abrazó me susurró que estaba feliz de que estuviéramos de vuelta y yo solo negaba con la cabeza mientras lloraba, y es probable que a ella no le importara eso en ese momento porque mis lágrimas y mi cuerpo sano y salvo decían más. Yo dejaba atrás el viaje iniciático y me dolía volver a la casa familiar, con toda su carga. Toda esa exposición a la incertidumbre, con un poco de peligro innecesario por momentos también, creo que templó mi vínculo con mi mamá, lo refundó. O a lo mejor sea mi vínculo con vivir en sí lo que se había refundado, es probable también. Fue el final de mi vida como no adulta, de algún modo, no tanto tiempo después pude independizarme económicamente y alquilar un ph con amigos en la ciudad. También fue el final de ese tipo de amistad con Sonia, cuando nuestros caminos se abrieron, empezamos nuestros respectivos estudios, conocimos gente nueva, intentamos integrar todo, no funcionó tanto y nos alejamos por bastante tiempo, aunque por suerte nunca dejamos de saber del todo la una de la otra. Ahora, en esta otra adultez, la del desplazamiento de generaciones, cuando tenemos a otra generación a cargo, de alguna manera, las sierras en las que vive nos reencontraron y es otro pliegue más de encuentros, que acaso también nos haya regalado ese mar.

Miguel Burkart Noe, en el libro que no firma, dice que la médula de transformación yin en la que estamos es el amor, el cuidado de la vida, la alteración del modo de habitar el tiempo y el aprender a vivir muriendo. Debemos aprender a dejarnos morir, para poder encontrarnos con lo nuevo.

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