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Episodio 4: “Rebrote”, Por Juan Diego Incardona

Diarios - Mayo/Junio 2020 - Días que se empujan en desorden

Debates, Diarios

Diarios - Mayo/Junio 2020 - Días que se empujan en desorden

Los apocalipsis imaginados durante los últimos siglos no se parecen en nada a los que podemos empezar a imaginar ahora. De pronto no llega sino que se instala y el barrio de la infancia se vuelve noticia por un rebrote de dengue. La fiebre avanza, los tiempos que se superponen. Juan Diego Incardona reconstruye un presente imaginario donde la peste interviene en la coherencia y en las conversaciones así como en todo, todo, todo.

 

Vientos negros, detrás de los cristales
de las estrellas, mueven grandes asas
de mundos muertos, por sus arrabales.

Alfonsina Storni

La historia sin fin

Imaginamos un fin del mundo espectacular que nos iba a tomar por sorpresa de un día para el otro, con efectos especiales como en el cine, no este apocalipsis aburrido sin ovnis en el cielo ni zombis comiéndose a nuestros vecinos. ¡Que nos devuelvan nuestro gran final épico!

Que flexibilizamos la cuarentena; que no, que volvemos a la Fase 1.

Que llegamos al pico; que no, que escalamos la campana de Gauss.

Si salgo de casa -casi nunca- para ir a comprarle algo al Eterchino que atiende en el supermercado con casco de soldador o si me alejo un par de cuadras hasta la farmacia de Avenida Córdoba en busca de antialérgicos, de analgésicos, de alcohol al setenta por ciento que nunca hay, lo único que veo en la calle es: ¡nada! Bolsas de plástico arrastradas por el viento.

Ya no aplauden a los médicos a las nueve, ni golpean las cacerolas a las diez. Cuando cae la noche, en la ciudad reina el silencio y en las ventanas de las casas se han bajado las persianas. Levanto la cabeza y miro el cielo: las estrellas muertas que todavía veíamos brillar se han extinguido definitivamente. Tampoco hay rastros de la luna. ¿Dónde estoy?

Busco el celular y llamo a Natalia 2. No me atiende. ¿Se habrá acabado todo también en Alemania? Desesperado, empiezo a llamar a todas las Anas y Natalias de mi vida, pero no doy con ninguna. Llamo a algunos alumnes del taller, para corroborar que todavía sigue la existencia humana, pero tampoco atienden. Busco en la agenda. Calistapunch no escuchó mi último audio de ocho minutos y los compañeros de la Casa PBA no pasaron ningún varado nuevo. ¿Qué pasa? El WhatsApp familiar “Hoy somos bosteros” no registra actividad en las últimas horas. Llamo a mi madre: nada. Llamo a mi hermana María Cecilia: nada. Llamo a mi hermana María Laura: el teléfono suena una y otra vez y ya estoy a punto de colgar cuando, de pronto, escucho: “hola hermano”.

—¡María Laura! ¡Todavía estás viva! ¡Qué alegría! ¿Dónde estás?

—En Celina, ¿dónde voy a estar? ¿Qué te pasa? Tardé en contestarte porque estoy andando en bici.

Desde que empezó la pandemia, mi hermana empezó a hacerle compras a los viejos del barrio. Todos la adoran.

—Sos un ángel.

—Jaja, ¿qué te pasa? Nunca me trataste tan bien.

—Perdoname hermanita por todas las veces que te peleé cuando éramos chicos y por cantarte “María Laura / se tira un pedo y se desmaya…”

—Jaja, hermano, ¿estás borracho? Si vos nunca tomás…

—No. Es que pensé que no quedaba nadie en el mundo, que yo era la última persona sobre la tierra.

—¡Para un poco, Will Smith!

—Vos sabés que esa película tan pochoclera en realidad es la adaptación de un gran libro. El autor se llamaba Richard Matheson.

—No me hablés de literatura ahora, que estoy andando con la bici a toda velocidad.

—Uh, tené cuidado. ¿Pero por qué vas tan rápido?

—¡Para escapar de las nubes de mosquitos!

—Pero ya no hace tanto calor.

—¿No viste que salimos en Crónica TV?

—¿De verdad? Como cuando vino el Hombre Gato… ¿Volvió a aparecer? ¿O hay casos de coronavirus?

—De coronavirus, no, ¡De dengue! Pará que freno.

Entonces me cuenta que ayer se llevaron a varios que volaban de fiebre y que hoy empezaron a fumigar los campitos. Dice que en los negocios no faltan ni barbijos ni alcoholes en gel, pero que no hay forma de conseguir insecticidas y repelentes. ¡Hasta en el almacén de la Juanita hay desabastecimiento!

—¡Qué desastre!

—El problema es que ya estamos todos re picados y, si te pican dos veces, te agarra hermorrágico y no la contás.

Mi hermana tiene una forma de decir las cosas que siempre me da gracia, aunque hable en serio.

—Bueno, hermano, tengo que seguir. Hablamos.

—Cuidate hermanita, ¡te quiero!

Antes de continuar, me manda por wtsp un link con las noticias del barrio:

Villa Celina, epicentro mundial de Dengue

El mosquito aedes aegypti ha mutado en Villa Celina a causa de las aguas residuales de la cuenca Matanza-Riachuelo y se ha vuelto invencible. Resiste al Raid, al Fuyi, al Baygon y a todos los insecticidas conocidos. Las personas que logran sobrevivir al dengue hermorrágico se han convertido en mutantes y ya empiezan a verse, por las calles Chilavert, Martín Ugarte, Juan Rava, flamantes mujeres lagartijas, hombres regenerativos, enanos albinos e incluso animales insólitos, pájaros que en vez de plumas tienen pelos y equinos del tamaño de hormigas… y, sí, nuevamente, ¡hombres gatos que resisten en las copas de los árboles!

Quasi una fantasía, sonata

De la oscuridad que rodea la cama del niño -como la negrura del campo al pueblo-, se levantan los enfermos de antiguas pestes. Puedo verlos y pueden verme. Uñas sucias se acercan a mi cuerpo. No sé bien cómo defenderme, pero me tapo hasta la cabeza, con el barbijo todavía puesto, y aunque apenas puedo respirar, sigo siendo Juan Diego, una luz vital agazapada bajo las frazadas, al fondo de un PH en el Abasto, plena pandemia, pleno fin del mundo.

Afuera sopla el viento y me parece escuchar voces lejanas, como el sonido de las olas en las cavidades de un caracol. Familia, amores, amigos, alumnes. Esta cama enorme como un barco navega a la deriva, todos mis sueños han caído por la borda y yo apenas me sostengo agarrado a las almohadas. La lluvia arrecia. Los remolinos giran a toda velocidad y se tragan todo lo que encuentran. Son las famosas vueltas de la vida. Aquellas personas que se hunden ni siquiera pueden despedirse. Apenas puedo escucharlos y sus voces se han vuelto extrañas, como habladas en otros idiomas, o como si ni siquiera hablaran, tal vez porque en sus últimas horas han perdido la facultad del habla, suenan más bien como llantos de recién nacidos; mis padres, mis hermanas, lloran como bebés; mis amores, Ana, Natalia, Ana, Natalia, son espíritus devorados por los gatos en el techo.

Donde no hay nada, hay, sin embargo. Y lo que falta tiene sonido -siempre se escucha lo que no está-; yo lo escucho, y hace falta cierta mente; dondequiera puede oírse, Ludwig Van Beethoven lamentándose; como una bestia nerviosa, un caballo en el corral frente a la inmensidad del cielo, en la pre-tormenta. En este PH donde vivo solo, barrio del Abasto, hay, sin embargo, ladridos de perros de otros países, conversaciones de gente de otros siglos, fotografías invertidas de La Tierra, como si ésta fuera un espejo puesto en el espacio contra mi casa.

La lluvia golpea sobre el patio cubierto y el agua rebalsa las descargas. Corre en el líquido lo que falta de la infancia hasta caer por el desagüe, y como la sangre en las venas, debajo de la ciudad en tuberías, va mi sangre y busca el río.

De pronto, parece que pudiera amanecer. Creo ver luces que iluminan el ambiente. Escucho la bocina de un auto. Alguien toca el timbre en la casa de al lado. Quizás han venido para decirnos que la pesadilla terminó y que ya estamos todos bien, que llegamos a la Fase 5 de la nueva normalidad y que ya podemos salir y reencontrarnos con nuestros seres queridos.

Pero lo que falta es lo que sobra: tanto sol el que no está, tanto día no aparece, que entonces los enfermos de las antiguas pestes -acostumbrados a la oscuridad- revelan sus figuras espectrales, caras picadas de viruela, labios carcomidos por los herpes, cuellos endurecidos por nódulos leprosos, genitales con chancros sifilíticos, ojos amarillos a causa de la ictericia, todos juntos se materializan sobre mi ropa colgada en los percheros. Perdón. Lo que falta me embota los sentidos; los ojos, por ejemplo, me arden como si estuvieran en un incendio y la vista arde en bocanadas de humo que el vacío fuma en una pipa; estará fumando algo que es mío; pienso no tan solo, ya me parece oler mi carne, mi piel, mi barrio, mi calle, incluso los cuerpos que no son míos pero que han sido míos, Ana, Natalia, Ana, Natalia, desnudos en las canciones en modo repetición, en modo petición.

Y lo que faltaba… han llegado los vecinos a golpear frenéticos la puerta, gritan mi nombre, insultan -tal vez el coronavirus los ha vuelto rabiosos-, exigen que baje de una vez esta música tan alta, que allegro ma non troppo, un poco maestoso, en la cueva del oso, scherzo: molto vivace, cuando lo que falta, hace, en el “A”, un escándalo.

Y faltaba más: todas las pantallas se encienden como si este final fuera un poltergeist. En los canales de televisión pasan partes de mi vida; en las computadoras sólo se puede navegar por mis redes sociales. Riachuelito en Facebook, en Twitter, en Instagram. Mis posteos se han vuelto virales. ¡Literalmente! La gente me insulta; trollea cada episodio de mi vida.

Les pido perdón a todos. Esta escritura del yo no tiene remedio. Pero lo que falta, aturde. ¿Con qué lectores compartiré este trance?

Ahora, de bronca, me quiero tragar gota a gota cada cepa del virus. Y recordar todo como Funes, el memorioso, porque confieso que, más que melancólico, soy un carroñero de la memoria. Espero que se mueran y después salgo en busca de los restos, todo lo aprovecho para mis cuentitos.

Esta sed es inevitable. No tiene fin, ni precio, me pica el estómago como el hambre. En este vacío, que es un pozo lleno de personas, un espacio tan lleno de ruido que aturde, cuando no encuentro -nunca encuentro- el norte (perdido), entonces deambulo en busca de mis cadáveres exquisitos. Como en este diario.

Me voy.

A lo lejos, en el horizonte de la noche, una tribuna colmada me insulta o felicita. Sus adjetivos calificativos se han sustantivado. Todos los sustantivos propios que creía poseer se han vuelto sustantivos comunes. Ana, Natalia, Ana, Natalia.

No me voy.

En la agonía, delirante de fiebre, aturdido por los dolores, puedo verme a mí mismo siendo un niño, otra vez, en Villa Celina. No vuelan las palomas, no vuelan los murciélagos. Es de noche por la oscuridad más que por la hora. El día jamás existió en las memorias agitadas de las niñas y los niños golpeados por sus padres; todos corremos por los bosques de antenas y de torres cuando llueve a cántaros el agua fantasmal, una lluvia que no tiene padre ni madre como nosotros, que no es de las nubes porque no hay nubes, que no es del cielo porque no hay cielo. Los chicos corremos sin gravedad por la colectora. ¡La misma muerte nos persigue! Parecemos astronautas flotando en la General Paz; con nuestros trajes agujereados por meteoritos y asteroides, viajamos en la zanja los cirujas infantiles del espacio; de las respiraciones y del viento cada uno, uno solo, todos, uno, solos, por las calles olvidadas del Conurbano bonaerense, perseguidos por látigos, puños y alfileres. No volamos, pero saltamos; no peleamos, pero corremos; allá nos vamos; yo los veo, porque también corro con ellos: nos arrojan lo primero que encuentran, si es un plato, si es un libro, no importa, cualquier objeto de la civilización es bienvenido contra las cabezas de los niños escapando por las calles, cuando los animales no se atreven a salir, salvo los perros, nuestros queridos perros de la infancia, que corren por inercia, o compañerismo; ellos nos reconocen como hermanos si nos echamos a correr, y por más domesticadas que pudieran haber sido sus vidas, de pronto se desatan como lobos a campo abierto, junto a nosotros, uno, todos, por las banquinas que recuerdo; un coro de ladridos y gritos infantiles, montonera de piernitas mal alimentadas, sin Patria, sin Dios.

Ahora sí.

Me voy.

Me destapo la cabeza.

Me levanto de la cama.

Y me tiro a las aguas en medio de la pieza para que los enfermos de las pestes me despedacen en sagrada comunión.

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