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Episodio 4: “Presentes”, por Luis Sagasti

Diarios - Julio/Agosto 2020 - A la búsqueda del sentido contrario

Debates, Diarios

Diarios - Julio/Agosto 2020 - A la búsqueda del sentido contrario

¿Qué puede pasar del otro lado del planeta cuando una mariposa aletea en China? ¿Y cuando un murciélago se sirve crudo? Luis Sagasti recorre las películas, los lugares comunes y las aspiraciones de un futuro mejor y se encuentra con otra versión del presente posible.

 

Más allá de su capacidad de contagio y propagación, el Covid 19 tiene una sorprendente facultad de acopiar tiempo, tanto en cantidad como en cualidad. Quiero decir que no solamente hemos contado con él como si tomáramos sol al borde de una pileta sino que el virus logró unir pasado, presente y futuro en una espesa e indiferenciada sopa tomada a cucharadas en un almuerzo que nos fue imposible rechazar. En un solo movimiento, pandemia y cuarentena –nombres casi de dos payasos del Nuevo Gran Circo Global– han logrado remitirnos tanto a un pasado medieval como a un futuro ya espiado en libros, series y películas. Todo eso junto a preocupaciones prosaicas y, por lo tanto, trascendentes de un presente inmediato: qué va a pasar con los ascensos en el fútbol, por ejemplo.

Pero a la vez, en muchos de aquellos que han ganado ciertos sorteos más allá de sus méritos, ese tiempo acumulado en modo reposera ha estado ahí delante haciéndonos recordar aquellos planes o deseos para cuya postergación la falta de horas siempre constituyó una excusa formidable. Aseguramos, por ejemplo, que para ciertos libros el vaivén del año no nos permite demorarnos con la necesaria atención –alguna larga novela rusa, por caso-. Por supuesto, cuando llega el verano entendemos con el cuerpo que ciertos agradables calorcitos son renuentes a lecturas tan fatigosas.

La intimidad de la lejanía. Nos reunimos docentes y alumnos, músicos de una banda, compañeros de trabajo y de teatro en una frondosa nube donde las voces resuenan íntimas gracias a un buen par de auriculares; al mismo tiempo los cuerpos se reducen a un rostro en ocasiones descolorido que suele detenerse en mil pixeles mientras la voz continúa con su marcha. Ese desfasaje recuerda la decisión de Matisse de divorciar en sus pinturas la línea del color, y también, ya que de nubes hablamos, la separación del rayo y el trueno (a propósito, quién fue el primero en separar en el cine la imagen del sonido: escuchar el ring de un teléfono que recién aparecerá en la inmediata siguiente escena). En esas cyberdislexias se puede percibir que la cuerda del presente se encuentra constituida por los sonidos armónicos del futuro y del pasado. Lo simultáneo es solo una ilusión que nos hace creer en una errónea naturaleza del verdadero ahora. Al presente en serio se accede cuando dejamos de escuchar esa vocecita que jamás modifica su volumen y que en su recorrido de ida y vuelta -de los temores a los deseos una y otra vez- nunca se detiene en la estación de lo que de veras acontece. Después de todo, solo aprendemos y aprehendemos algo cuando estamos presentes, es decir cuando la única voz que no oímos es la nuestra. Dado que la sucesión es atributo del lenguaje, en el presente nada puede suceder; sencillamente las cosas son, es decir, funcionan por fuera de la palabra.

Un periodista le preguntó una vez a Juanele Ortiz si era feliz. El poeta del río respondió: Pero ¿es que hay alguna otra manera de ser?

Y como lo que tenemos aquí presente es a ese futuro que hace rato ya no es lo que era, solo nos queda la esperanza de que lo por venir valga en serio la suma de todas nuestras penas. ¿Con qué ojos mirar hoy la serie de películas apocalípticas que tenemos a disposición en todas las plataformas? Recordemos antes que el Fin siempre estuvo cerca para quienes han interpretado a la Historia de manera circular. Todas las culturas añoraban una Edad de Oro que no demoraría mucho en restaurarse luego de que las fuerzas del Caos hicieran el trabajo que les compete. Salvo para iglesias de aliento pentecostal, o así de extremas en su literalidad bíblica (de llamativo bajo perfil profético en este tiempo, lo mismo que el señor Nostradamus), el cristianismo, cuya geometría temporal es el segmento de recta, entendió que al Paraíso en la Tierra no se llega por la extinción, y acaso por ninguna otra vía. Algunas filosofías de la Historia anunciaban que era ley científica alcanzar la Utopía: la Revolución y su resultado eran inevitables. Pues lo que tenemos desde hace un tiempo, o bien es la certeza de un deterioro indefinido, un lento atardecer sin llegar nunca a la noche, o bien la destrucción total sin segundas partes.

Y ahí está esa colección de pequeños apocalipsis en celuloide. Dos de las mejores películas, o las dos mejores sin más, son tributarias del gran miedo de la Guerra Fría: Dr. Strangelove, de Kubrick y El sacrifico de Tarkovsky. Mordaz, cínica, negrísima, la primera; onírica, metafísica y a la postre acaso esperanzadora, la otra. Como toda obra maestra, los pliegues de ambas no se agotan en los puros efectos de la trama. Tal vez en el tercer lugar del podio debiera estar Melancholia, de Lars Von Trier: un estudio sobre las reacciones del ser humano ante lo inevitable. Si así de estético será el gran The End ahí estamos con pochoclo en primera fila aguardando a que todo acabe. Hay una cuarta e intimista película. Abel Ferrara filmó en 2011 4:44 Last Day on Earth, un verdadero apocalipsis de cámara, o la amargante y desoladora The Road sobre el libro de Cormac McCarthy. De allí en más hay para todos los gustos.

Muchas películas más que alertar sobre posibles problemas climáticos o estallidos biológicos parecieran haberse filmado con la intención de resaltar la figura del presidente de Estados Unidos. Fuera de que no usa capa y calzas, no hay mayores diferencias entre el primer funcionario y un superhéroe de Marvel. Sin embargo, es tal la acumulación de catástrofes simultáneas presentadas en cada película (vean El día después de mañana, Geostorm…) que nada hay allí que provoque el menor temor ni aliente precaución alguna. Tengo para mí que lo que mete miedo en serio es aquella amenaza que nos da una mínima posibilidad de salvación. Un gran tornado negro es horroroso, ocho al unísono, no; puede que sobrevivamos a una ola de veinte metros, no a una de doscientos. Nadie corre cuando lo persiguen cuarenta y cinco leones. Un postre de vainilla que lleve además crema, chocolate, dulce de leche, mermelada, merengue, miel y nutella más que empalagar, neutraliza todos los sabores.

Otros films, como Interestellar, plantean que la única salida es Ezeiza. Habiendo convertido al planeta en un globo invivible, ahí nos lazamos en busca de otros mundos donde instalarnos. Más allá de estas ficciones, la creencia de que si todo sale mal, de última, nos vamos de acá, es tomada en serio incluso por aquellos que se ríen de los terraplanistas. Aún si la Luna, lo más cerca que tenemos, fuera absolutamente habitable… ¿quiénes serían sus pobladores? Somos siete mil millones, digo, por si alguien no los contó. Por el momento, nuestros cohetes no pueden llevar más de diez personas. Habría que fabricar unos setecientos millones en el supuesto caso de que los fabricantes, que suelen tener sus domicilios en esos países que asfixian negros con una rodilla, consideren que un paraguayo, un camerunés y un mapuche también tengan derecho a un mundo mejor (si una consigna está ausente en todo este asunto es ese viejo grito de mujeres y niños primero). Al observar en esas películas quiénes serían los evacuados queda en claro que el arca la construyó algún amigo de Goebbels antes que de Noé. Estos mecanismos de huida solo anticipan que, en menos que cante un gallo marciano, haremos de nuevo algo invivible lo que habremos de colonizar. Como se ha dicho ya una vez: imaginamos cambiar de planeta pero jamás al sistema que lo ha dejado en modo game over.

Pero si uno quiere angustiarse en serio, es decir enfrentarse a una muy posible ola de no más de cinco metros, ahí hay un par de capítulos de Black Mirror o, peor: Years and years, un neofascismo muy probable a la vuelta de la esquina.

Pues entonces, ¿qué hacer con nuestro presente?

Lo leímos muchas veces: aletea leve una mariposa en China y sucede un terremoto en Perú. Pues al parecer en tierra de Confucio alguien coció de menos un murciélago o un pangolín, para el caso da igual, y en poco más de dos meses, tres cuartas partes del globo terminaron encerrados en sus casas. Y los mercados navegando como el Titanic. Un minuto más en el fuego el dichoso bicharraco y ni por asomo nos estaríamos preguntando por esa cosa llamada Estado de Bienestar. Ni nos hubiera agarrado la fiebre del papel higiénico ni, como Begnini, hubiéramos jugado con nuestros hijos a que la vida es bella. ¿Le habrá hecho dar cuenta a alguien ese murciélago un tanto crudo que el mercado solo soluciona los problemas que le dan ganancia y nunca los que provoca?

Lo más probable es que cuando todo esto termine las alas de la mariposa vuelvan a la esterilidad de la frase hecha y hagamos de nuestra experiencia personal la justificación de grandes teorías colectivas.

Sin embargo, si alguna enseñanza hemos de sacar de todo esto, a mí se me ocurre que acaso lo mejor sea pensar que cada pequeño acto, consciente, solidario y amoroso que hagamos puede producir los terremotos más hermosos del mundo. Habrá que ser más cuidadoso, entonces.

Y ese será el mejor presente que podamos hacer.

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