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Episodio 4: “La iglesia, las bodas, las armas, los tíos”, por Margarita Molfino

Debates, Diarios

Anécdotas que transitan de madres a hijas conforman ese equipaje, esas cosas de mujeres que van quedando como una educación sentimental. En pandemia las historias se revisitan y cobran más sentido.

 

Este proceso de escritura se termina; por el contrario el encierro continúa y con él los nuevos modos de hacer y pensar. Es como si las cosas, la memoria y las personas estuviesen ahora bajo una lupa, que todo lo ensancha y todo lo ve. En mi pandemia personal las historias me revisitan y cobran más sentido, sobre todo aquellas de mujeres. Algo así como un legado de madres a hijas que va quedando para poder empezar a elegir qué vida queremos vivir.

Mi abuela revolvía con la cuchara de madera mecánicamente, mirando sin ver, perdida en esa olla gigante, disolviendo pensamientos con el azúcar cristalizada de los bordes. Cada vuelta de la cuchara era raspar los bordes y unir la lluvia de azúcar hecha añicos al centro. Mi mamá interrumpió la cocción del dulce de leche casero y le preguntó a mi abuela si le ayudaba a ponerse las flores en el rodete. Cuando se hace dulce de leche la casa está tomada, el aroma es tan potente que tiene peso y los cuerpos andan más lento. Ese día más. Mi abuela, le dijo que sí, que como no, que ahorita mismo. Ese día se casaba con mi papá, que no era católico. Mi abuela tempranamente le había advertido que no podría acompañarla entonces, que no iría a su boda. Mi mamá lo aceptó, hasta lo entendió, pero igual el día llegó y ella necesitaba ayuda con el rodete. En un silencio que fundía en una tensión irreductible tristeza y emoción, el rodete quedó hermoso, rodeado de margaritas naturales, fresco, vivo. Conservo una fotografía conmigo y esas flores naturales me dan la impresión de haber estado ahí.

Se abrazaron sin explicarse nada y mi mamá se casó.  Ella me lo cuenta como una anécdota más, a mí me deja sin aliento cada vez como si nunca lo hubiese escuchado. Pero mi mamá lo vuelve a contar a la ligera cada vez. Y yo pienso, no sé quién inventó que el de la boda era un gran día, no sé quién ni para qué inventó eso.

Esos años mi mamá solía buscar consejo en la hermana Fortunata. Sentaditas las dos en la escalinata de la iglesia le dijo que le diera para adelante con el muchacho. Era un buen muchacho; siempre que tocaba timbre en esa casa la hacían pasar, conversaban, no eran católicos pero eran de buena fé. Muchos años después mi mamá encontró una carta del arzobispo de la ciudad que le decía a mi abuela que entendía que era su hija, que si quería ir que fuera, pero que esa boda era un pecado. Como cuando le dicen a una niña “hacé lo que quieras” suele ser suficiente para que esa libertad se vuelva jaula que una misma cierra. Muchos más años después mi mamá le cuenta a mi abuela la precaria y amorosa contención de la hermana Fortunata allá por esos días, y ella le dice que cómo no le contó eso, que de haber sabido que alguien de la iglesia la apoyaba, hubiese ido a la boda. Una madre, la iglesia, una hija.

Lo más hermoso es que la relación entre ellas siguió como siempre, sin reproches, ni distancias. Se ve que para mi mamá no era tan importante la boda, se ve que para mi abuela no era tan importante con quién se casó mi mamá. Siento como si cada una de ellas hubiese pasado por un tamiz todas las ideas de la otra y se quedó con las mejores. Y miraron eso, y amaron eso, y se quedaron con eso. Hay cosas que nunca se dijeron, que nunca hablaron. ¿Dónde se aloja todo lo no dicho? Del cuerpo hay que sacarlo por algún lado… ¿a dónde va después? Tal vez queda flotando y es lo que nos rodea y contiene, y anda por ahí, buscando meterse en otro cuerpo, y cuando lo logra atraviesa un proceso, el del cuerpo al que entró, que tiñe ese pensamiento, esa opinión y vuelve a lanzarla al viento. Y así los días y las opiniones y las ideas, flotando por ahí buscando un cuerpo que las porte, las soporte, las transforme y vuelva a darles vida.

Había otra regla: nunca iba a entrar a la casa de su hija; un matrimonio que no pasa por la iglesia es concubinato, por lo tanto, pecado. Así, mi abuelo entraba y ella esperaba en el auto, saludaba por la ventanilla y después seguían los planes. Un día se bajó, y entró sin explicación alguna, hizo el mate y se sentó. Ese día tampoco se dijeron nada al respecto.

Inmediatamente después de contarme esta anécdota se acuerda de otra, que me deja igual de conmocionada, y que también me acuerdo de que ya escuché pero la revivo como la primera vez. El tío de mi mamá, cuando ella tenía 6 y tenía un vestido azul, la levantó, la puso arriba de una mesa, le pidió que levantara sus bracitos altos, muy altos, la miró como no se mira a una niña y le escupió un beso que no era de tío. Ella saltó como pudo, salió corriendo, le contó a mi abuela y se encerró en el baño. Hecha un bollito sobre la tapa del inodoro, con las mejillas entre las rodillas y el aliento que encerrado le mojaba la cara escuchó una voz, que era de su mamá pero ella nunca había escuchado. Le decía al tío que ella era del campo, que no se olvidara nunca de eso, que sabía perfectamente manejar armas y que si volvía a tocar a su hija lo iba a matar, así, que lo iba a matar. Su mamá, la del dulce de leche casero, la del tejido a crochet, la de los canarios, la de los versitos antes de dormir también podía matar. Pensó que era completa su mamá, y que la gente no lo sabía, porque la gente no sabe nada de las mujeres. Y pensó que tampoco sabían mucho de ella, aunque todavía era una niña.

Ahora mi mamá piensa que la hermana Fortunata la salvó de no dejar de hacer lo que ella quería y que mi abuela la salvó de su tío. Yo pienso que las mujeres salvan a las mujeres.

Estas historias las escuché varias veces, muchas de las cuales porque yo pedí que me las volvieran a contar. Es que aglutinan en ellas varias cosas que desde chica me interpelan a pensar y que hoy día se vuelven más actuales que nunca. Su estado de pregunta es perpetuo porque su fuerza lo es. Las bodas, las armas, la iglesia y los miles de “tíos” dispersos en los núcleos familiares.

Una contradicción me habita y me hace sentido a la vez. No paro de escribir sobre mis recuerdos, mi infancia, imaginar escenas que no viví, incluso inventarlas y junto a esto pienso que “la familia” está sobrevalorada, que las peores cosas pasan al interior de ellas y que es urgente empezar a pensar ese núcleo con otras formas, otros vínculos, otras coordenadas.

Vienen a mi cuerpo –jamás pensaría que mis pensamientos se alojan sólo en la esfera de mi cabeza– algunas reflexiones sueltas, caprichosas que quiero decir, sin profundizar demasiado en estas pocas líneas, pero con la certeza que tenemos que usar todos los lugares que nos sean posibles para empezar a polinizar otras ideas aunque sean confusas o poco claras, porque las establecidas nos están aniquilando. Algo así como una humilde escritura de la resistencia.

Esbozar desvíos en estructuras anquilosadas no es nada poco creo yo, porque si hay algo que el feminismo me enseñó es que nadie está más allá de nada todavía. Estas historias se repiten constantemente, se vuelven como esas películas replicadas durante años en el cable los domingos. Este encierro lo evidenció todo, y como quien no puede controlar, como si se cayeran de mi boca en una catarata desenfrenada, pienso y escribo:

Que tal vez lo relevante sea el modo en que accionamos y reaccionamos ante los actos de otrxs. Algo en mi abuela hizo que en su fuero más interno igual aceptara la decisión de mi mamá, algo en mi mamá hizo comprender las circunstancias de mi abuela. No dejaron de hablarse, ni de verse, ni de amarse. Entre ellas dos una institución cuyo primer gesto con las mujeres es negarles el deseo, desde el primerísimo momento inicial en que el hijo de dios nace de una mujer virgen. Si hay un pilar que sostiene ese gran edificio es que la mujer no decida sobre su cuerpo. Casamientos y bautismos siguen por doquier “por costumbre”, para no desilusionar a la familia, o porque no cuesta nada, pero déjenme decirles que si cuesta, todo cuesta carísimo. El vestido, el pastel, el amor, el agua bendita, y el estallido interno de todo eso aunque nos repitamos como un mantra que es lo que elegimos. Las cosas reproducidas al infinito ¿no dan cuenta de algo aprendido ahí mucho más fuerte que el deseo? A veces pienso que sólo la apertura a ciertas incomodidades e incertidumbres son los gestos que expandirán nuestra inteligencia y comprensión del sentido de las cosas en una dirección otra. La iglesia, las bodas, las armas, los tíos, el amor, las familias, el dinero, entramado apretadísimo, cosas que insistimos en disociar pero están zurcidas unas a otras con hilo de plomo. Las decisiones personales hacen a las construcciones colectivas, las decisiones personales hacen a las colectivas. Ese es mi mantra.

Mi abuela sacó un arma en un acto de desprotección desesperado, hoy, 2020 un fiscal de la nación sugiere que sigue siendo la mejor opción para defenderse. No se le cruza pensar algo entorno a la cantidad intolerable de “tíos” en cada hogar, ni tampoco en cómo educar y proveer armas, y no de fuego claro, a miles de niñxs en esa misma situación. Un arma en tus manos y un estado libre de culpa y cargo. La iglesia no pudo con mi mamá y mi abuela, pero sí puede con muchas otras personas; el “tío” de esta historia no pudo con mi mamá, pero tantísimos otros pueden cada día. Y todo, la mayoría de las veces, empieza en casa. Lo primero no es la familia, a veces es mejor huir.

Hace un par de meses recibí por instagram un mensaje de Sofía - entre tantos otros que recibimos cada día en las diferentes colectivas feministas donde aprendimos a organizarnos-. Este era para mí. Me pedía ayuda, me pedía escucha, me pedía lo que tenga a mano. Su historia me conmovió hasta la médula, abuso sobre abuso, atropellos, dolor y más dolor. Todo en casa, en el corazón del hogar. Una niña torturada, una niña madre, hoy una mujer de esas tantas a las que el feminismo salva sus días. Tiene amigas, tiene red, tiene fuerzas y sobre todo tiene ideas y pensamientos sobre lo que le pasó. Pero no tiene recursos, y no tiene acceso, y no tiene quien la defienda. Pude hacer tan poco por ella y a la vez tanto más de lo que ella podía, las diferencias sociales son abrumadoras y vergonzosas. Las charlas con ella todos estos meses no hacen más que corroborar algunas ideas vagas, y así sigo con mi catarata de pensamientos, eslabones todos partes de una misma cadena.

El ideal del amor romántico, con sus pilares de exclusividad, celos, y posesión, repleto de expectativas que nada tienen que ver con la realidad, en el mejor de los casos nos achata, nos vuelve serixs y pobres de fantasías, pero en el peor te mata. Así. Casi todos, y repito; casi todos –para no traer números– los femicidios son a manos de del ex, o actual “enamorado”. Aunque nos quieran hacer creer que es más peligroso caminar de noche sola por la calle, viajar, mirar, tocar, que estar en casa, es exactamente al revés. De hecho salir, vivir nos salva y nos fortalece. ¿Cuáles son las prácticas que ejecutamos día a día? ¿Cúanto nos dañan y cuánto nos enriquecen? ¿Cómo vivir una vida vivible, deseable y que nos represente? ¿Existe tal cosa?

Amar es una contradicción constante y la fidelidad más enriquecedora es otra cosa que lo que nos dijeron, es mantenerte deseosa, porosa, inquieta y eso no se consigue con promesas de futuro asegurado, ni con contratos hasta que la muerte te separe, ni con recetas en loop. Se consigue con autonomía, riesgo y mucha duda. La libertad sexual de las identidades feminizadas, la experimentación, atentan directamente contra su opresión. Hay que salir, merodear, volar. Pienso en Lohana Berkins y su inolvidable frase “en un mundo de gusanos capitalistas hay que tener coraje para ser mariposa”. Por supuesto ella se refería a la fuerza, el coraje y la resistencia de la comunidad travesti trans, discriminada y vulnerada históricamente, pero me permito tomar la imagen - ellxs siempre fueron faro- de ese batir de alas constante, ese vagabundeo, ir, venir, desaparecer y aparecer misteriosamente como práctica a seguir. Quien mariposea cambia, se metamorfosea, sorprende. No se trata de soberbia, sino de supervivencia, de aprender a fallar. Se conoce el mundo viajando y también recorriendo cuerpos. Cada nuevo encuentro te rebela algo nuevo de vos, y con ello la certeza de tu capacidad de cambiar y elegir cada vez. El deseo, leí una vez, es como una tinta invisible que te recorre todo el cuerpo. Si no te movés no se mueve y requiere de compromiso y responsabilidad mantener su cauce. Cuando torcés un destino prefabricado, se mueven placas tectónicas profundas, que exceden a la experiencia individual y abonan a la colectiva. Vuelta al mantra personal. Y el placer, como la angustia, también puede ser un dulce dolor en el pecho.

Nada, absolutamente nada me resulta más imperioso hoy que alejarnos de los binarismos de todo tipo, cultivar la empatía y apostar a otros modos de amar.

Pensamientos como burbujas a la superficie. Eso es todo. Cosas que tampoco sé llevar a cabo, ni tengo idea cómo se hacen, aunque sí sé cuánto lo intento. Declinar especulaciones es parte del asunto.

Hay que gastar la vida, gastarla como a un par de zapatos hasta que te quede cómoda.

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