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Episodio 4: “Continuidad”, por Agostina Mileo

Cuarta y última entrega de su Diario “Duelo en tiempo de duelo. El escepticismo también tiene corazón”

Debates, Diarios

Cuarta y última entrega de su Diario “Duelo en tiempo de duelo. El escepticismo también tiene corazón”

La rutina se volvió algo lejano en tiempos de pandemia, un continuo que ya no está, a reconstruir. La muerte también es un quiebre en la rutina. ¿Quién somos cuando alguien que amamos se muere? ¿Se nos muere?

El consejo más sabio que recibí cuando se murió mi papá fue: “vos ahora no tenés que hacer nada. No tenés que tener una epifanía, no tenés que cambiar tu vida. Lo que tenés que hacer es lo que ya hacías, pero sin él. No cambió el mundo, se murió alguien”.

Me sirvió mucho pensar en que lo que tenía que hacer era recuperar mi rutina. Me costó más encontrar la rutina que tenía que recuperar. Después de tantos meses de pandemia es difícil no considerar rutina a la vida diaria adaptada a este contexto, pero eso implica una resignación a la que es muy difícil ceder. Se siente como rendirse. ¿Ante qué?

A veces pensamos la muerte en estos términos, algo que triunfó. “La muerte está tan segura de vencer que nos da toda una vida de ventaja”. ¿Se puede luchar quieto? ¿Hay batalla en la monotonía de la pandemia? Las metáforas bélicas siempre me resultan un poco ridículas, como la guerra. Sobre todo desde que hace muchos años leí un artículo sobre que el lenguaje utilizado en torno a las posibilidades de tratar el cáncer “luchar contra”, “eliminar”, restringen las estrategias y hacen impensables opciones como que se vuelva una enfermedad crónica como pasó con el VIH.

Al principio del aislamiento una amiga habló de esto en la tele. Dijo que plantear la pandemia como una guerra implica la determinación de un enemigo. Y que si es el coronavirus, el enemigo está en los cuerpos de la gente.

¿Y los cuerpos de los amigos dónde están? Se murió mi papá y no me abrazaron.

Últimamente escucho mucho la expresión “volver a la vida” para describir el proceso de reanudación de algunas actividades sociales. Lo que sucedió en estos meses no quiere ser puesto en el orden de la vida. Pero muertas no estuvimos, muerto está mi papá. En todo caso, la vida aparece como algo que va a venir después, algo del futuro. Como si fuera la muerte.

Entre la guerra y la paz, la vida y la muerte, este pensamiento dicotómico que no se quita. En uno y otro contexto, en una y otra cultura, la inmortalidad es tal vez lo más cerca que estemos de pensar por fuera del binomio. La dinámica de la vida repetida una y otra vez, hasta que es estática. Lo mejor que puedo pretender de vivir sin la persona que más quise es poder hacer mi rutina, o sea ser inmortal. La pesadilla no es el dolor, es la apatía, la continuidad indefinida de mi propia vida. ¿Es acaso posible que me muera?

En un texto viejo que había armado para una performance que hacíamos con amigos escribí sobre las 4 vías a la inmortalidad. La primera es el elixir. Se trata de trascender en estos cuerpos tomando un brebaje que nos haga inmortales o nos deje jóvenes para siempre. En lenguaje científico, el elixir se llama nanotecnología o células madre.

La segunda, la resurrección. El cuerpo también se conserva. La Biblia dice que en el apocalipsis todos volvemos. Walt Disney dice que a él no le hace falta el fin de los tiempos. El sueño de conservar el cuerpo el tiempo suficiente hasta que alguien (la ciencia) pueda animarlo nuevamente.

En la tercera, el cuerpo ya no está. O tenemos alma o tenemos conciencia. En el primer caso, podríamos reencarnar en otros seres vivos. En el segundo, trasladar todos nuestros pensamientos y emociones a un sistema informático. Seríamos avatares.

En la cuarta, vivimos a través de lo que dejamos. Fama, hijos, nacionalismo. Nos volvemos inmortales siendo parte de algo más grande.

El otro día me asusté. Me estaba lavando la cara y con unas manos idénticas a las de mi papá descubrí unas cejas, unos ojos y un puente de la nariz idénticos a los de mi papá. Pero nada más. No lo descubrí viviendo en mí, más bien me acordé de que se murió.

Yo creo que él creía un poco en la cuarta vía a la inmortalidad. A pesar de que le encantaba la cuestión de la fantasía de ciencia ficción y que consideraba que el aumento de la esperanza de vida era la prueba férrea de que la ciencia es una empresa noble, cualquiera de las 3 primeras vías a la inmortalidad le hubiera parecido una aberración. ¿Pero yo? Yo le parecía una maravilla y estaba muy orgulloso de que fuéramos tan parecidos. Cada vez que nos veían juntos y le decían cosas como “¿con qué la hiciste? ¿con papel carbónico?” casi que saltaba de la silla.

Ahora que se murió somos más parecidos. Su ropa me queda perfecta. Pesaba 20 kilos más que yo y medía 10 centímetros más, pero, salvo por los pantalones, todo me queda como si me lo hubiera comprado para mí. Es realmente rarísimo.

Cuando estaba vivo me molestaba que le gustara tanto que resaltaran nuestro parecido. Sentía que me quería entender como una parte suya. Ahora yo no entiendo bien si tengo todas mis partes, si alguna vez tuve una parte propia.

En la “vuelta a la vida”, en la búsqueda de cuerpos amigos, me pregunto si es posible que alguien se enamore de mí. ¿Cómo haría? Si ya no se me puede conocer. ¿Cómo podría alguien saber quién soy sin conocer a mi papá?

¿Los inmortales se enamoran? ¿Cómo te enamorás sin miedo?

Los trámites me nombran en esa continuidad. “Agostina Mileo, hija de quien en vida fuera Sergio Mileo”. Soy hija de su vida. Sigo viviendo. En una pandemia. Entre su muerte y La Muerte, la que abarca todo menos a mí, que me empeño en escaparme de lo que soy porque quiero seguir siendo lo mejor que pude ser, la hija de mi papá.

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