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Episodio 3: “No quiero volver a la normalidad”, por Gabriela Cabezón Cámara

Diarios - Marzo/Abril 2020 - La mirada perdida

Debates, Diarios

Diarios - Marzo/Abril 2020 - La mirada perdida

La escritora sale a comprar al súper chino de su barrio, donde descubre que todos, incluida ella, están técnicamente muertos. ¿Será que las mediciones convencionales ya no miden la verdad? Los diálogos son breves y las miradas llegan mucho más lejos, hasta la casa donde una mujer, un niño y un perro están siendo golpeados. Una normalidad que apesta no debería volver.

 

—¿Me das permiso, señora?

El pibe –ropa grande, gastada, gorrita con visera, flaquito, morocho, con el barbijo amarillento y medio corrido– me apunta a la frente con un arma.

—Y sí, dale.

— ¿Querés ver?

Rompe toda profilaxis y me acerca el arma a la cara, la misma que le debe haber acercado a todo el pueblo. Me muestra el visor: 33,2 grados centígrados dice.

—Pero boludo, estoy muerta.

—A todos les da igual.

—Estaremos todos muertos entonces. ¿A vos también te da 33 grados?

Me mira entre perplejo y divertido y yo entro al chino de los muertos que compran y venden. Está igual que siempre, solo se sumaron carteles manuscritos, “hay alcohol en gel a disposición de los clientes”, y los barbijos que los chinos llevan bien puestos y los no chinos –argentinos, bolivianos, paraguayos que trabajan en el local– llevan abajo de la boca a modo de pañuelo sanitario.

Voy a la góndola de los vinos, buena y barata como en todos los chinos, compro un par de botellas notables. Después ricota, chocolate, dulce de leche, esencia de vainilla, baño de cobertura.

Cuando estoy haciendo la cola para pagar, entra una perra. Tiene la cara triangular, las ubres hinchadas, los pómulos muy anchos, es rara y hermosa –me pregunto si será una perra china– y se la ve un poco cascoteada. Busca a alguien. Digo qué linda y le pregunto a la china si es de ellos. Me dice que no. Aparece una mujer flaca flaquísima, rubia, con un nene de la mano. Apenas la veo sé que es muy pobre. ¿Es la ropa? ¿El tipo de flacura dolorida de la cara? ¿Las poquitas cosas que lleva en el chango? No sé. Todo junto ha de ser.

—Es la Daisy, es mi perra. Está lastimada porque los vecinos del galpón de enfrente le dieron una paliza, la recagaron a palos.

—Lo podés denunciar, es un delito maltratar a los animales.

No me contesta, me mira a los ojos callada. Y la veo mejor: ella también está cascoteada, no sé si levemente o si pasaron ya un par de semanas. Sigo con la voz más baja.

—También es un delito que le peguen a las mujeres y a los chicos, todo se puede denunciar.

Ahora me miran los dos. Le digo que el 144. Me dice que los vecinos del galpón son muy bravos. Le digo te da miedo. Me dice que claro, que sí, que puede haber venganza. Y se aleja.

Entiendo. Me duele pero entiendo. Cómo no voy a entender. Denunciar no garantiza que nadie te defienda, ni a vos ni a tu hijito ni a tu perrita. Y ahora el encierro. Salen antes que yo, el nene pregunta por la Daisy, la mamá le dice que se habrá ido con el perrito que estaba ahí. Se van los dos, de la mano.

Me quedo mal, quisiera haber hecho algo más pero no sé qué.

Sigo: es el cumpleaños de mi amiga vecina mañana y acá estamos solo ella, su pareja y yo, así que la fiesta la hacemos los tres. Yo elegí regalarle la torta y el escabio y me tengo que ocupar de los ingredientes que faltan. Vamos a arrancar este atardecer con tacos y un tequila reposado que me trajo mi mejor amiga que vive en México.

Ahora son las tres de la tarde, me estoy cocinando el almuerzo, los vecinos del costado pusieron su música, escuchan algo medio chill out, me recuerda a los Café del Mar, a un volumen un poco excesivo, las chicharras hacen lo suyo igual, Berto está estirado a mis pies, los otros perros andan dando vueltas por ahí. Acá tienen agenda propia. Y lugares favoritos que no entendemos. Por ejemplo, un rincón entre un tronco y una enredadera junto a un enano de jardín. Todos los días van todos y se revuelcan un ratito ahí o se quedan echados nomás. No tenemos idea de qué les gusta tanto del enano o de la enredadera o del tronco o de la concurrencia de los tres. El sol brilla, se están marchitando los hongos que crecieron después de la última lluvia y yo ya entré en modo cuarentena: me acostumbré a no poder concentrarme en casi nada, leo los libros que tengo acá, anoche una novelita de Banana Yoshimoto –no entiendo qué le gusta a tanta gente de esa autora– y trato, me cuesta, es una droga dura, de mantenerme lejos de la redes. Me acostumbré al ritmo lento, me gusta, siento la violencia de no poder abrazar a la gente que quiero, la de no poder verla, la de no poder reunirnos en asamblea. Y me alegra la sensación, estoy optimista hoy, de que vamos a poder hacerlo pronto. Pero me acostumbré al ritmo lento de los días, a que el tiempo se derrame sobre sí mismo, a que se vuelque sobre sí y bueno, eran las tres y ahora son las cuatro y en un rato me tengo que poner a hacer la torta y después arrancamos los festejos y listo, se acabó el día y no tuve que correr con nada, ni siquiera con esto que estoy escribiendo parsimoniosamente. No sé cómo voy a lidiar con la violencia cotidiana, la de hacer mil cosas por día corriendo atrás de no sé bien qué. El sustento, sí, entre otras cosas. Se habla de volver a la normalidad. Yo no quiero volver. Debemos ser millones, miles de millones los que no queremos volver. Yo pienso en una resurrección de las asambleas, en que haya una en cada manzana, en cada barrio. Una asamblea por manzana para que los gritos de la mujer del súper y de su Daisy y seguramente también de su hijito sean respondidos comunitariamente y no dependan solo de una justicia que de eso poco más que el nombre y de instituciones con poco presupuesto, nunca jamás suficiente. Una asamblea por manzana para los que viven en la calle, para buscar las casas vacías y dárselas. Una asamblea por manzana, por barrio, para hacer una democracia de verdad. Asambleas localizadas y asambleas por particularidades: una gran asamblea hecha de asambleas de travestis, de inmigrantes, de mujeres, de niños –hay que escuchar a los niños, hay que defenderlos, es urgente. Una asamblea ambientalista porque también es urgente: mueren 8 millones de personas por año por esa causa. Una peste peor que el coronavirus, ya ve usted. Y esto, si no se deja atrás –y que se caguen la OPEP y Chevron y todas las empresas que se dedican a los combustibles fósiles: usemos energías renovables–, va a empeorar año a año. Por hablar solo del aire: la tierra, el agua, los otros seres que conviven con nosotros en el planeta. No volvamos a la normalidad de 26 megamillonarios con más riqueza que 6900 millones de personas. No volvamos a la normalidad del apocalipsis como todo horizonte. No volvamos, camaradas, unámonos, peliemos, demos batalla por un mundo en el que la vida sea posible y digna de ser vivida.

Acá los hongos se amarronan y se marchitan. Al zapallo más grande le salieron unas manchas en las hojas y yo creo que deben ser también hongos pero no sé. Los repollos se arrepollan lentamente y son como flores gigantes que saben retener las gotas sobre su superficie verde. Quedan así, como manchados de gotas brillantes cada vez que llueve. Todas las mañanas me despierto escuchando las voces de una bandada de pájaros que suena como teros pero no puede ser porque los teros no andan en bandadas que yo sepa. Siempre los vi andar de a dos. Ya tengo dos pozos de compost y debería dar vuelta la tierra pero le brotan plantitas tiernas y entonces no revuelvo nada. El pasto creció y le salieron unas florecitas rosas hermosas y los pájaros andan caminando entre los yuyos. Berto superó los dolores de su artrosis y sus discopatías y corre con las patas y el cuerpo rígidos y las orejas subiendo y bajando elásticas y me da risa. Firulais hace largos en la pileta de agua podrida. Los demás andan por ahí haciendo lo suyo. No están en cuarentena ellos. Se me rompió la computadora pero aprendí a trabajar con un tecladito y una tableta nueva que compré online y me trajo mi vecino amigo –este es un terreno que dividimos en seis jardines y cada uno se hizo una casita con un container– que trabaja en Salud y por eso puede ir y venir. Los romeros y la lavanda está llenos de flores de violeta suave y de abejas y por momentos también de mariposas naranjas, tal vez sean las monarca, no se quedan quietas y no las pude ver bien.

En el pueblo hay largas colas en el único cajero. Larguísimas porque la gente respeta la distancia de un metro y medio. Hay mucha gente pobre en el pueblo, trabajadores de trabajos de mucho esfuerzo y poco pago. Casi todos. Hay, ay, una mujer con un nene y una perrita que tal vez estén siendo golpeados. Quién sabe cuánta gente que quiere escapar de una vida de mierda, de la vida normal. No volvamos, compañerxs, camaradas.

Voy a arrancar con la torta, que las sombras se están haciendo largas. Debe ser hora.

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