|

Episodio 2: “La guerra por las palabras”, por Andrea Garrote

Debates, Diarios

La autora, actriz y dramaturga, habla sola mientras va del living al patio. Le grita a los malvones. La acaban de invitar a ver un vivo, a ir al teatro virtual. Es entonces que aparece la reflexión del lenguaje modificado por la tecnología y, ahora, por la pandemia. No regalemos las palabras, es un ruego y es un grito de guerra.

 

En estos últimos meses doy clases sentada frente a la pantalla, escribo frente a la pantalla, me reúno con amigos frente a la pantalla, pago mis cuentas, compro comida frente a mi pantalla. Y tengo siempre el celular a mi lado. Me llegan anuncios de obras de teatro, algunas en las que participé que ya no están en cartel, hace varios años, o un tiempito atrás , que se percibe como una eternidad porque están del otro lado de la línea de la historia que marca el antes de la pandemia. Y también novedades post pandemia de obras ya hechas para el formato, para el medio digital, teatro que no es teatro. La propia etimología de la palabra lo dice teatro deviene de la griega Theatron (lugar-espacio para ver). Y la pantalla es un no lugar, una superficie fría, lisa, sin olor y sobretodo sin algarabía, el sonido producido por voces alegres y festivas. Hoy no hay fiesta y el teatro viene de ese linaje, de la celebración Dionisos, justamente el dios de la fiesta y el teatro.

A través del teatro pensaba el mundo, ahora pienso el mundo a través de la ausencia del teatro. Y lo que ahora llaman teatro virtual es una concesión dolorosa para los artistas, no tanto con las obras que nunca se volverán a montar, no tanto por el hecho en sí de la adaptación a otro medio; porque encontrarse –aunque sea por los cuadraditos del Zoom– y producir material para la virtualidad también es un hacer y es vitalista. Es una concesión de la palabra dolorosa nada más y nada menos porque eso no es teatro. No es ni su esencia, ni es su estructura, el teatro virtual no comparte su ADN con el teatro a secas.

Otra nueva expresión espeluznante que me llega desde el celular, es “hacer un vivo”. “Tengo que hacer un vivo”, decimos. Pongamos algunos sinónimos, ocasionar, producir, fabricar. Tener que accionar un vivo, actuar un vivo. ¿Qué denota? Que si no lo hacemos estamos… ¿qué? ¿Muertos?

Tan sólo unos meses después, esta discusión –y si saltábamos como leche hervida ante el uso espurio de la palabra teatro– perdió vigencia. Otra vez entregamos conceptos a la degradación, con una displicencia pavorosa.

Siento la necesidad de rescatar la idea de primera impresión. De no olvidarla. Porque la primera impresión se va licuando. Y el instinto está manifestado en esa primera reacción que abarca todo el cuerpo, no sólo el intelecto. El instinto es algo más que las emociones, es la totalidad de todas las células porque todas son interdependientes. Esa primera reacción ante el teatro virtual fue indignación como la que sentimos ante una mentira, ante la instalación de una falacia. Justamente la especificidad del teatro es su no virtualidad, en su génesis y su historia de rito pagano.

Otra frase que aparece en los chat de actores es: “El teatro ha sobrevivido siempre, a pestes, guerras y totalitarismos, por qué pensar que no lo hará esta vez”. Pienso en la historia del teatro y en lo que hay en los libros sobre esta, que consta básicamente en literatura dramática y en el inmenso testimonio de la época que le regala a la propia historia, y el contundente acervo de filosofía y conceptos. Pero la mirada no está tan puesta sobre la tribu teatral a lo largo de la historia. Me quedo pensando; ¿Cómo vivían los actores? ¿Quiénes eran los que estaban detrás de los coturnos? ¿Eran esclavos o hijos de nobles ciudadanos, comerciantes, labradores, artesanos? ¿ Y ellos trabajaban de otras cosas? ¿Los griegos formaban cooperativa? ¿Qué pensaba esa banda de gente sobre la polis, sobre el sexo, sobre los extranjeros? ¿Qué pensaban los actores de la corte francesa cuando terminaba la función; que lo que hacían tenían una intencionalidad, estamos educándolos, desafiándolos, divirtiéndoles y mostrándoles otra forma de mover el cuerpo y elevar la voz o todo eso junto? ¿Odiarían su trabajo quizás no elegido y no habría banda y harían morisquetas sin alma? Los nómades que andaban de bolos por España y con sus propias costumbres como los gitanos, imagino un campamento imagino más libre de estado y religión. ¿Pasarían hambre? ¿Serían más felices que el resto? ¿Les daría miedo no ser enterrados en un cementerio? Y así…, a lo largo de los años y de las regiones del orbe…

Pero volvamos a la primera impresión acerca de este temita del teatro virtual, porque en un punto sí, podría decirse que es un temita frente a otros más grandes y acuciantes.  Pero sirve para pensar otras cosas como una metáfora de tantas otras actividades estrictamente humanas que no dependen de ningún medio tecnológico.

Es sábado por la noche y le dedico un pensamiento a Pundonor, mi última obra pre-pandemia. La obra hablaba de los dispositivos de control en la sociedad moderna, mis preguntas guías para escribirla fueron: ¿qué pensaría Michel Foucault de las redes, del teletrabajo? ¿Qué primera impresión tendría ese pelado simpático que tengo de foto de perfil si pudiera ver nuestro presente? ¿Cómo luchar contra la enajenación que nos lleva a todos a la catástrofe si el poder es rizomático?

Mi teléfono me invita a ver teatro por la pantalla que guste: y me declaro en guerra. En guerra por las palabras. Y subo a la terraza a regar las plantas.

Rememoro primera impresiones hablando con una platea imaginaria. Vicio de actriz o de docente.

¿Se acuerdan cómo les sonaba cuando Facebook apareció con su contador de amigos? Como bien dice Rafael Spregelburd en su obra Todo: “vocecitas amistosas hechas código binario”. ¡Ah, la primera impresión! Se sintió: ¡qué bajón! Amigos son los que por lo menos conozco y paro acá, por no seguir escribiendo un tratado sobre la amistad que para Sócrates era la génesis de la buena política, la mejor manera de pensar la comunidad, esa condición de igual, de cómplice para compartir tanto la visión de mundo como aventuras e intimidades dolorosas o graciosas. ¡Por favor! Los amigos, los que hacen a la humanidad más amable.

Ahora la palabra denota una cara, unas fotos, un posteo, todos procesados previamente por un algoritmo que los separa. Se dan cuentan: ¡los separa! ¿Hay función del poder más demoledora que la separación? Recordemos que el super objetivo del poder es mantenerse, imponerse. Y sigo con mi verba mientras pongo mi dedo en la salida del agua para que salga en forma de lluvia.

¿E internet? Que por lo menos en mí y en varios que conozco vino con la idea de una liberación de contenidos, posibilidades de comunicación, de movimiento social, etcétera; pero la letra chica del control y la dependencia que generaría no la leímos.

Entonces, vayamos más atrás, el teléfono móvil. ¿Cuál fue la primera impresión cuando escucharon a alguien hablando “solo” por la calle? ¿Y cuando comenzaron a aparecer tan sólo unos añitos atrás, los primeros cabizbajos en las reuniones, en los subtes, abducidos ya no por libros, ni por música en sus auriculares sino por el Candy Crash y las fotos de comidas y vacaciones de semi conocidos intercaladas con publicidades?

Recuerdo a un amigo de mi viejo que era cardiólogo y llevaba un bíper en el cinturón. A mí, que era una nena, me parecía una condición misteriosa y triste. ¿O sea que Mario está acá comiendo un asado y contando chistes y si a ese aparatito se le enciende una luz y comienza a sonar como un despertador maniático, ¿Mario va a tener que ir a trabajar? –Sí, nena. Yo no sabía bien lo que era un cardiólogo, menos un quirófano. Yo miraba asombrada al doctor Mario que portaba un objeto que podía moverlo al revés de un preso con prisión domiciliaria que carga un objeto que le restringe el movimiento. Pero ambos portan un objeto con poder sobre ellos. A mí eso me entristecía, insisto no entendía la importancia vital de su trabajo. Aún así, observen la diferencia, en los ochentas sólo existía ese amenazante bíper por una cuestión de fuerza mayor. Ahora magnificado lo portamos de un ambiente a otro de la casa dependientes y fascinados por nuestro poderoso tele órgano.

¡Y mierda carajo! Le grito a un pobre malvón. ¡El teatro virtual no es teatro! Es un registro de montaje en una calidad casi siempre paupérrima. Y qué me importa si lo filman de la mejor manera. ¡No hay nosotros virtuoso! Actuar sólo en el living de tu casa no es lo mismo que frente a la expectativa presente de un público que con sus reacciones inyecta energía y sentidos al evento. Como no es lo mismo festejar un cumpleaños por Zoom, ni que la escuela sea un archivo adjunto a completar sin el premio de los juegos del recreo en el patio. Ya sé, estoy compartiendo obviedades, pero ya regalamos la palabra amigo, no sigamos regalando las palabras fiesta, escuela, recreo y teatro a esas grandes multinacionales del control, a esos colosos contemporáneos, que dicho sea de paso se han enriquecido y fortalecido aún más.

Vamos a tener que adaptarnos pero sobretodo vamos a tener que luchar para recomponer el tejido social roto que permitía la algarabía pensante, los cuerpos en movimiento, la imaginación compartida en un espacio de reunión. Termino de regar, dejo la manguera tirada en el piso y digo el final. Hoy vuelve desempolvada de algún olvidado rincón la palabra “convivio”, que es fea, es fea palabra, pero viene en auxilio para explicarnos algo tan básico que declamo a manera de advertencia ante las impávidas plantas: ¡Estamos en peligro! Es sábado por la noche y como buena y hoy más pequeña burguesa aislada voy tirarme en el sillón a mirar una comedia.

Conseguí tu entrada

RESERVAR

Suscribite a nuestro newsletter