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Episodio 2: “Dos casos de interés”, por Elsie Vivanco

Diarios - Julio/Agosto 2020 - Paso a paso

Debates, Diarios

Diarios - Julio/Agosto 2020 - Paso a paso

Con Maurice Ravel sonando como un espíritu de fondo, la poeta revisita un libro que escribió hace mucho y que tal vez se siga escribiendo ahora. La vida cotidiana de las mujeres en la casa familiar desde las sirvientas hasta las hijas, desde el derecho de pernada hasta el mandato paterno, llega hasta estos días de cuarentena como un fuego que arrasa.

 

Cuando vivía en mi casa de la Boca bebía mucha ginebra y al mismo tiempo escribía S/T (sin título). ¿Terminaba de escribirlo o empezaba? Quién sabe. Escuchá nene, le digo al vecino cuando empieza Mi madre la Oca de Ravel. Fue un largo libro para hacerlo, lo empecé en Cruz Chica; ahora, en aislamiento, debería explicarlo desde otro ángulo.

El otro día salió en un diario la foto de una niña tirada y despatarrada en el suelo con un varón encima, doble de tamaño y peso, parecía joven. La cara de la niña descompuesta con la boca abierta de grito de auxilio o dolor, no sabemos, la de él poco se veía enterrada en el cuerpo de ella. Los dos, vestidos. El título de la nota decía “Niña Wichi de 14 años violada por un grupo de criollos”. Y contaba el caso, como tantos otros donde el hecho es común aún por los varones de la comunidad. Este asunto del Derecho de Pernada de tan antigua data se extiende hasta nuestros días en el campo, en las ciudades, es el caso de la sirvienta (se la llamaba así porque servía y sirve para servir al amo), abusada por los patrones y los patroncitos jóvenes.

Primer caso. Derecho de Pernada. Yo, con la misma edad de la violada, abusada, observaba, ciega, sin oír, oler o saber lo que pasaba en mi diminuto mundo de dos dormitorios, baño, cocina. De alguna manera registré y hoy, lo cuento con vergüenza porque era mi familia.

Carmen se llamaba, o se llama. Tenía 18 años. Ella era la sirvienta y yo la niña de la casa, misma edad en dos mundos distintos. Me contaba, a veces, sin pudor, su infancia, sin rencor, como cosa aceptada, su rancho en Atamisqui, Santiago del Estero, muchos hermanos, sin ropa más que la puesta para ir a la escuela y cuando lavaban: no iban. Zapatos no, agua, había que buscarla a la acequia que era del turco, dueño al que había que pedirle permiso. Acarrear entre dos, con un tacho con un palo que lo cruzaba, caminando por esos sitios secos y espinosos.

El otro cuento. El principio del abuso sexual me lo escatimaba. Sólo decía los turcos estaban ahí y eran los patrones.

Ella se reía de mí y decía, a vos te dan pochoclo salado para abrirte el hambre, a mí pochoclo dulce para matarlo. El hambre. Tengo fotos de Santiago del Estero, hace pocos años, mujeres dando mate de leche a sus hijos como única comida diaria. ¿Y qué me cuentan de los días que lavaban la ropa y no iban a la escuela? Desnudos en casa.

¿Cuántas remeras tiene mi nieta de 18 años? ¿Cuántas zapatillas? ¿Cuántas comidas diarias hace? Hoy Carmen se seguiría riendo de mí.

¿Qué otra cosa supe? Supe que mi padre primero la abusó, seguramente la violó y luego, como patriarca en su proyecto de recuperación de los pueblos originarios, la cuidó, la mandó a estudiar por la tarde, terminar el primario y hacer el secundario. Supe también que, mientras tanto, mi hermano que era bello y seductor, también bebió de sus fuentes y no sabemos ni pretendo inventarlo si ella se negó y fue otro Derecho de Pernada o simplemente le gustaba el mozo. El drama, mi padre se enteró y montó en cólera, más de lo habitual y tiró por la ventana del séptimo piso toda la ropa del ropero de su hijo y lo echó a las patadas o a los gritos o las dos cosas, mientras mi madre, como siempre, rogaba y pedía perdón por los pasillos.

Luego del escándalo el rapaz se quedó con su presa, quien le enseñaba quichua, la siguió cuidando varios años hasta que se recibió de secretaria y se alquiló un departamentito o una pieza y empezó a trabajar en una oficina. Fin.

Pues la que canta es Mielli Vernon, es antigua, seguro de los años 50 o 60, aunque lo digo por la ropa que usa en la foto de la portada. Pero sigue cantando como si nada con la voz al cuello, fuerte, clara, una dama del jazz, y sus palabras repican y uno las oye, claras a pesar del tiempo, siguen estando y ella las dice en los años 50 y las sigue diciendo en el 2020 y me alegra porque los estoy aturdiendo a mis vecinos que se supone son músicos u odian la música.

Anoche, a las 4 y 10 de la madrugada desperté para ir al baño y aproveché para tomar un vaso de leche. Miré por el ventanal que da al suroeste y descubrí la luna llena brillando en un halo escondida detrás de las nubes. Éstas, para hacerme un favor se corrieron y apareció ella, grande, toda redonda y laqueada de brillo, con los pozos de sonido profundo y gris. Sonidos de muerte, sí, pero ella, hermosa, lista para desaparecer detrás de un puto edificio.

Segundo asunto. Peca por lo mismo que el primero: a las mujeres siempre se nos han tratado como se les dio la gana a los varones, hasta hoy. Ser varón, blanco y heterosexual es el combo ideal para avasallar a las mujeres y a otras minorías.

Mi abuela y sus 4 hermanas eran huérfanas de madre y su padre, señor rico con campos en Olavarría y Balcarce, hijo a su vez de un vasco rico que supo tener una flota de barcos al Paraguay que fueron confiscados por Rosas cuando los necesitó para hacer la famosa muralla en el Río de la Plata o él en el Paraná. No sé cómo fué; bueno, pregúntenle a Pigna. El asunto que eran ricos y mi abuela y sus hermanas también y bastantito. Habían recibido la herencia de su abuelo, un guerrero de la Independencia. Las chicas fueron internadas en un colegio de monjas francesas donde y con quien se criaron, imaginen la precariedad. Al salir, el padre se ocupaba de casarlas lo mejor posible. Para ello, me contaba mi abuela, salían en carruaje todas las tardes por Palermo, hoy Avda. Sarmiento, meta saludo aquí y allá, duritas como estacas. A mi abuela se le arrimó un primo, hijo de alemanes, espléndido, educado en suiza no se sabe para qué, digo, para qué fue educado. Ella por las tardes, cuando él llegaba, tocaba el piano, la única pieza que sabía y se miraban, con cierto distanciamiento (seis pies, como ahora). Luego él se iba y todos esperaban que pidiera la mano (¿nada más?). Así se fueron casando las chicas menos la más joven de 18. Mientras tanto el padre se había vuelto a casar. La más chica se llamaba Susana y parece que no se llevaba bien con la madrastra o viceversa. Había peleas y la malquerida amenazaba con tirarse por el balcón. Había uno solo y estaba en el mismo nivel de la calle, con lo cual, no hubiera habido ningún peligro más que un chichón pero las cosas se pusieron fieras y tanto padre como madrastra decidieron que estaba loca y así la declararon e internaron en el Hospicio de las Mercedes. Imaginen, 18 años, fin del siglo XIX qué pudo pasarle allí.

Lo que contó mi abuela, algo retaceado, lo demás lo invento. Lo primero, le rompieron los dientes para poder introducir una cánula para alimentarla. Se negaba a comer. Luego, para calmarla, era común darle baños de agua fría. No sé si ya había electroshock, que alguien me cuente. Lo que sí había eran violaciones, quien no, una bonita chica, virgen y todo, había que reventarla. Y lo hicieron durante muchísimos años. Mientras tanto su medio hermano administraba su fortuna para sí. Al final de la vida, Susana estaba internada en el Open Door, en una casita especial donde enfermeras y mucamas la cuidaban junto a un montón de muñecas. Las había antiguas de porcelana, cachadas, sucias las ropas, más nuevas de trapo, ridículas adornando como visitas los sillones. La conocí una extraña tarde con mi abuela que fuimos a visitarla. Sabes quién soy, le preguntaba mi abuela, sí, Mercedes, decía como una zombi, y luego nada, nada de nada, no había nada, no había quedado nada de nada. Era una vieja estúpida, deforme y para qué la queremos.

 

Volvamos a la escritura.

La obra completa para piano de Maurice Ravel, por Hass. Escucho y obedezco como se decía en tiempos de la dictadura. O a mi papá que era militar.

Trato de entender cómo hizo para juntar ese montón de sonidos y completar una obra radiante. Trato de juntar un montón de palabras y me sale un montón completo de pavadas, además, escrito con mezquindad.

Puse de nuevo las piezas para piano de Ravel y el vecino de cello desafinado, calló, digo, dejó de aporrear ese instrumento que ya no se sabe a qué suena.

Recuerdo haber leído que el hijo de un gran escritor japonés actual sufre de algún daño neurológico que le impide la comunicación y la traslación. A raíz de los paseos por el bosque con su madre, ella logró captar que el chico sí percibía los sonidos de los pájaros y de ahí en más, no sé cómo diablos implementaron un sistema para que él pudiera transmitir esa percepción que era un sonido o música y de ahí en más el chico compone espléndidas piezas musicales dodecafónicas, o algo así. ¿Será mi vecino un gran autor en ciernes y yo no me doy cuenta?

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