|

Episodio 2: “Displasia”, por Elian Chali

Segunda entrega de su Diario "¿Cómo funcionan todas esas cosas que me mantienen con vida?"

Debates, Diarios

Segunda entrega de su Diario "¿Cómo funcionan todas esas cosas que me mantienen con vida?"

Episodio 2: "Displasia" por Elian Chali

Displasia es lo torcido, lo dislocado, lo que transforma un orden. La displasia como diagnóstico  es una alteración de la formación celular que indica una anormalidad. Desde esta idea, desde este diagnóstico que lo acompaña hace años, Elian Chali trata de recorrer lo que ocurrió en esos primeros días en que se empezó a hablar de una suerte de "flexibilización" en Córdoba. ¿Es posiible flexibilizar cuerpos y espacios? ¿Con qué estrategias urbanas y humanas?

La soledad que anhelaba al principio de esta novela que ha sido la cuarentena, ya no la deseaba más. Ser turista se había vuelto insoportable. In-so-por-ta-ble. No quería seguir rumiando. El desdoblamiento se terminó, era más yo que nunca. Me desbordaron las noticias perversas y los muertos se amontonaban en mi teléfono celular.

El aislamiento es imposible. La verdad es que no se puede negar que el roce entre los cuerpos es parte de un entramado vivo, disponible para sortear las adversidades de cualquier época en función de resistir al olvido. Es decir, nunca hubo mayor conexión que en esta cuarentena cyber-biológica acompañada por cientos de tecnologías intentando sostener esa malla vital precaria. No solo para que no se vaya todo por el agujero cloacal de la historia, sino también para perfeccionar sus sistemas de control. Pero claro, ese vaho social que, a veces es una esencia deliciosa, otras un vapor hediondo y que se desprende de la coincidencia tangible con otros, aún no resulta tan sencillo digitalizar.

Justo ahí, en esos días que el clima neoliberal derramaba su esplendorosa fragancia a años noventa, se insertó como un rayo la palabra “flexibilización” en nuestro diccionario medicalizado. Lo peor es que su restauración vino disfrazada de libertad, esa palabra cansada de la que hacemos usufructo violento, pero no disputamos. Al igual que las células torcidas de mi displasia, nuestro lenguaje sufre alteraciones desde siempre, pero asociar libertad y flexibilización con tanta liviandad demuestra cómo el discurso del amo mastica nuestras subjetividades.

Así que ahí estábamos todos, con nuestro stress especulador esperando un día y una hora para volver a chocarnos en la peatonal: Línea de largada hacia la normalidad ampliada, parafraseando a Néstor Perlongher. La flexibilización de la cuarentena era la nueva esperanza provisoria. Ya el estómago ladraba, el bolsillo mordía y la angustia domiciliaria escupía sus primeros síntomas. Quedamos con algunas personas en vernos, necesitábamos abrazar. Anhelaba almorzar las delicias prometidas por Cristina -mi madre- durante el confinamiento estricto para interrumpir esa afligida sensación de despedida. Las promesas son ese móvil insoportable hacia otro tiempo que nunca es el presente. 

 

Sentía la misma electricidad corporal de aquel día no tan lejano en el que me dieron el alta del hospital: un reemplazo total de cadera colapsada por artrosis severa me mantiene en pie. En carácter inaugural de la nueva fase del confinamiento preparé un paseo con mis dos piernas. Esos planes entusiastas de fugarse de los encierros. El afán de huir es el mismo ya sea como enfermo, como aislado, como preso. 

Mi intención era vagar sin más, pero igual me planteé un recorrido simple: salir de casa, patear un rato el Mercado Norte, agarrar por Rivadavia, llegar a la plaza San Martín y volver por la General Paz. Nada largo ni pretencioso, no sabía ni con qué podía encontrarme ni la intensidad de mi fuerza para afrontar esa intemperie extraña. La incertidumbre, a veces, es una fricción vertiginosa que me empuja más allá, y a veces, es un templo silencioso que me cuida, aunque nunca controlo qué forma va adoptar. Mi intención era perderme, escuchar qué se susurraba. De algún modo, era el mismo turismo visceral que había realizado en los días previos, pero hacia las tripas de la ciudad. Por momentos, parecía todo tan extraño que necesitaba un rastro, algo que hiciera que emerja lo real.

 En la primera parada encontré una serie de macetas obstruyendo el tránsito de la Rivadavia. Habían peatonalizado las calles que rodean al Mercado Norte con un cordón de plantitas tristes sentenciadas a morir de sed con tal de que no pasen autos. Pienso en cómo insistimos los humanos en jerarquizar nuestra patética especie instrumentalizando lo vivo a modo de mascota, de adornos, de vallado.

Metiéndome por una de sus calles ventriculares, me encontré con un techo de paraguas de colores adornando ese tramo adoquinado, ofreciendo un reparo inútil para el sol aplastador del verano. Es que en la “cortada Israel”, la cuadrita donde venden el café con leche y los churros más ricos del barrio, es el único lugar donde aún resisten esos pocos bodoques cementicios presentados como bancos, en los que las familias reposan unos minutitos sus hombros maltrechos antes de encarar la eterna vuelta a la periferia. Me pregunto si maquillar este escenario en el que nadie tiene la menor intención de actuar no será para quitar “lo marrón” del paisaje. Me pregunto si esas pocas selfies provocadas por esos paraguas de bajo presupuesto, y mal montados tendrán un filtro que elimine del autorretrato a lo indeseado.

Continué el recorrido por esa angosta vía llamada Rivadavia. Es uno de los tendones principales por el cual el centro neurálgico de la ciudad espantosa y alucinante en la que vivo, accede al Mercado. Caminé en contramano por la vereda izquierda manoteando el poquito sol en ese día destemplado. No hacía tanto frío, pero poquito a poco empezaba a perder la costumbre del viento agolpándose en mi cuerpo. Estas cuadras se caracterizan por ser deporte de riesgo debido al tráfico automovilístico y peatonal: tienen menos de dos metros de ancho y ahora se suman los ingresos de todos los locales colapsados por las eternas filas del distanciamiento físico.Con el asco, el temor y los protocolos (y también el respeto, ¿por qué no?) se radicalizó la discusión entre conductores y peatones en la disputa por la calle. 

 

Como excursionista extraviado y temeroso descubrí nuestra versión barrial de la crisis sanitaria global. La asepsia y el alcohol en gel se presentaban como el nuevo fluido del tacto estéril, cual pasaporte para ingresar y habitar espacios comunes, estar con otros. El flujo simbólico nunca había tenido una representación material tan evidente desde la invención del billete. Debíamos responder a ciertos criterios sanitarios embadurnándonos con esta baba espesa de la que no tenemos la menor idea de su origen y efecto, pero nos avala la salida de nuestro servicio penitenciario doméstico. Junto al barbijo, el nuevo sostén de nuestros rostros derretidos y decadentes bronceados por el sol blanco de las redes sociales, el alcohol en gel comenzaba a tomar forma de libertad condicional para los mundanos. Estos dispositivos de cuidado no solamente conforman parte de nuestra vestimenta y cosmética, sino también posibilitan la circulación, el encuentro con personas de riesgo, el autocuidado. Una garantía rudimentaria. El nivel de amenaza que empezábamos a engendrar a nivel individual y colectivo suponen una ética y reconocimiento del otro que nunca vi en mis privilegiados 32 años de nativo democrático. 

Los murmullos en las cuadras basculaban entre carcajadas retorcidas, desconfianza y alegría. Una diversidad de estados anímicos insostenibles reinventando la fórmula de una bomba asesina. Sin darme cuenta, caminaba a toda prisa, como si alguien me persiguiera. Ya se había truncado esa idea amable del paseo. Llegué a la esquina bancaria donde aún aguanta el café Sorocabana, y me encontré con que la máquina estética de picar localía también había hecho lo suyo en la  27 de abril. Esa calle superpoblada por pasajeros de colectivos, de repente se había transformado en otra de las “supermanzanas”. 

 

Con sus correspondientes bártulos decorativos y mesitas de bar sobre el asfalto, el perímetro peatonal del centro se expande cada vez más. Nuestros pocos edificios emblemáticos bañados por el velo ficcional de las luces leds, instalan el deseo de una ciudad turística frente al paisaje del nido de ratas que apuntalan la escultura de San Martín y la masa laburante habitando su territorio productivo. La no tan oculta intención higienista de expulsar del centro a quienes ya la tienen bastante brava para llegar es indisimulable.

 

Me apresuré en volver. Respeté el recorrido de regreso por la General Paz, una pasadita rápida por La Rioja para agarrar Rivera Indarte y de vuelta a casa. El afuera resultó mucho más hostil de lo que imaginaba. Latía en mí una leve desconfianza hacia la práctica artística que sostengo hace años: pintar en la calle. Un efecto de paranoia situada. Todavía no me había surgido ni la proyección de intervenir un muro, ni había pensado en otra imagen que no sea la catástrofe global. Es decir, para mi el arte no estaba siendo una respuesta productiva sino más bien un producto consumible. Pero esta voraz excursión en las entrañas de la ciudad, me alertaron que no quería edulcorar visualmente nada. Ni siquiera para calmar esa picazón artesanal que moviliza el cuerpo y es un catalizador abstracto de la angustia. Hasta empecé a dudar de los grados de violencia ejercidos con mi obra y de todas las veces que habré colaborado en el maquillaje de las heridas del mundo.  Mientras tanto, los primeros días que estuvimos guardados intentando metabolizar la realidad que se nos venía encima, afuera metían las ruinas estructurales debajo de la alfombra decorativa. En aras de la nueva gestión de nuestras vidas, la reconfiguración urbana no perdió el tiempo en optimizar sus mecanismos de disciplinamiento, sin importar que el idioma del momento fuera la mortandad. Esta ciudad que parece engualichada por un embrujo político permanente, sabe mejor que nadie que sostener el autoritarismo es la forma de perpetuar su poder. ¡Qué mejor excusa para esto es el bienestar ciudadano y la seguridad pública! 

 

Aunque debo admitirlo: si bien el safari fue peor de lo que esperaba, hace rato vengo pergeñando una obsesión por el efecto escultórico del espacio público. No sé bien, supongo que tiene que ver con ese nivel de exposición fortuita. La forma espacial negativa generada entre individuos y cosas. La propia geometría de la arquitectura y su ingeniería. La materialización de ese plasma social incapturable. Podría hasta decir que ese fetiche voyeurista en la mirada mutua han resultado más que fundamentales en la construcción de mi. Pero esta vez, no. Esta vez me parecía demasiado. Todavía no estaba preparado. 

 

Si pretendía volver a la actividad callejera temía atragantarme con las herramientas que nos habían sido arrebatadas. Sentía que mi cuerpo también era una ciudad gentrificada. Por otro lado, las condiciones para hacerlo me parecían nocivas e injustificadas. Pandemia, cuarentena o cualquier asunto de esta coyuntura no me resultaban inspiradores, mucho menos, poéticos. La avanzada por la fragmentación de Córdoba que sucede hace décadas, estaba dando un giro inesperado, como era de esperarse. Habitar la calle como plataforma estético-política suponía una serie de reflexiones internas para recalcular su potencia. No era momento de pintar, pero sí de escribir y de organizarnos. De recomponer ese tejido vivo mordisqueado por los coyotes de la realidad. Para lo único que me servía el confinamiento era como marco teórico para soñar una ciudad-otra.

 

¿Se puede imaginar una ciudad en la que las cascadas artificiales de los countries se mezclen con el hilo de agua servida de los barrios-ciudades? ¿En la que los pibes puedan entrar al centro con gorra y mochila sin ser amedrentados? ¿Una ciudad que no sea una fábrica de pasiones tristes? ¿Una ciudad en la que usar silla de ruedas no sea una travesía apocalíptica? ¿Una ciudad-elixir que apacigüe la ansiedad colectiva en curso? ¿Se podrá, en vez soñar otro lugar para coexistir, exorcizar este cacho de tierra asfaltada?

Conseguí tu entrada

RESERVAR

Suscribite a nuestro newsletter