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Episodio 1: “Virusitos bebés”, Por Juan Diego Incardona

Diarios - Mayo/Junio 2020 - Días que se empujan en desorden

Debates, Diarios

Diarios - Mayo/Junio 2020 - Días que se empujan en desorden

Radiografía de una neurosis. Un día a día donde los días no transcurren. Un personaje camina por la ciudad, se queda en casa, vuelve a salir. Los aparatos electrónicos que piden auxilio. Juan Diego Incardona construye en su primer episodio un antidiario donde lo poco que huye hacia adelante es el lenguaje y el sentido común.

 

Dice que con la imaginación que tengo, y con mi costumbre de inventarme cosas,
una debilidad nerviosa como la mía solo puede desembocar en toda clase de fantasías desbordantes,
y que debería usar mi fuerza de voluntad y mi sentido común para controlar esa tendencia. Es lo que intento.

Charlotte Perkins Gilman

 

1. 19 y 20 otra vez

Tengo que reaccionar.

Se viene la cuarentena y va a cerrar todo. Hay que salir cuanto antes a comprar comida. Esto va a ser un desastre y yo no me quiero morir de hambre y de sed. Conviene aprovisionarse y conseguir agua mineral, porque pueden cortar el agua corriente.

Hay que sacar toda la plata que se pueda del cajero antes de que los bancos armen un corralito. Si lo hicieron una vez, lo pueden hacer de nuevo.

Se viene lo peor: supermercados vacíos, militares en la vía pública, civiles armados defendiendo sus propiedades, estado de sitio, toque de queda, peleas a muerte por el alcohol en gel y los barbijos que nos podrían salvar del enemigo invisible.

¡Pero la gente exagera!

Mejor me tomo las cosas con calma y vuelvo a dormir.

Caigo en un sueño profundo y de pronto me encuentro solo, semidesnudo, parado sobre el techo de casa en medio de la ropa colgada, viendo cómo la gente corre frenéticamente en la calle para un lado y para el otro. Algunas plantas han crecido en las grietas del asfalto y la avenida se ha cubierto de tierra roja. No sé si es de día o es de noche, si es el pasado o el futuro. En el cielo, como si escaparan de algo, bandadas de pájaros vuelan en dirección al sur. Los motores rugen, los perros ladran, los vecinos señalan. Una estrella fugaz cruza Buenos Aires antes de que los deseos apaguen las chispas.

Amanezco con parálisis del sueño durante un par de minutos. Como siempre, me salva el dedo meñique de la mano derecha; este humilde dedito es el primero en obedecer mis órdenes, ¡cuando ya nadie en el cuerpo me escucha!

Durante la mañana no quiero ni prender la tele.

Me hago un café con leche y me pongo a grabar un video leyendo “Levitación” de Joseph Payne Brennan para la Conabip.

No sé qué quiero hacer. Para que el encuadre quede estable, apoyo el aparato contra el frasco de azúcar sobre un peldaño de la escalera y, cuando termino la lectura, el celular se cae y la pantalla explota. ¡Oh no! Se viene la cuarentena y, además de estar encerrado, voy a estar desconectado.

¿Dónde estás, Richard Matheson?

Arriesgo mi vida y salgo por Once, en busca de algún lugar donde arreglen celulares, hasta que doy con un puesto al fondo de una galería. El señor que atiende me dice que ya se estaba por ir, que he tenido mucha suerte en encontrarlo. Es igual a Papá Noel, viejo, gordo, barba blanca. Uh, pienso, es población de riesgo, así que retrocedo unos pasos. No tiene puesto el famoso traje rojo, sino la camiseta de San Lorenzo.

Me cambia la pantalla y me vende un pegamento por si se llega a despegar. ¡Cuánta fe que se tiene!

Al salir, me da miedo. Nunca vi tanta gente en la zona: todos hacen colas en las veredas y se insultan por el último tomate, el último churrasco, la última botella de aceite.

¡María! ¡Negro! ¡Alfredo! ¡Raúl! ¡Poli! ¡Martín! ¡Teresita! ¡Chavo! ¡Pepa! —cientos de personas son llamadas en todas partes, posiblemente por sus parientes o amigos—. Después de un rato comprendo que le gritan al aire. ¡Y propagan el virus! Sin saberlo, les ponen nombres a los virusitos bebés. Entonces pienso, un poco con temor, un poco con sorna, que quizás los efectos del coronavirus se han acelerado y ahora la gente, delirante de fiebre, habla con fantasmas.

Acá podría plagiarme, porque alguna vez escribí una historia donde pasaba lo mismo. Pero bueno, está todo inventado.

—¿Mi hermana? ¿Mi hermana está viva? —dice una.

—¿Mi padre? ¿Mi padre está muerto? —dice otra.

En la plaza, un hombre vestido con túnica habla por un micrófono que conectó a un pequeño parlante.

—¡Ha llegado el día! —Abre los brazos—. ¡Se abre el cielo! ¡Se abre la tierra!

Todo el mundo empieza a correr, preso de sus visiones.

—Y vi a los que habían muerto —dice, poseído—, grandes y pequeños, delante del trono.

Estoy en medio de Pueyrredón, frente a la vieja Perla del Once, y yo también empiezo a alucinar y a buscar entre la turba para ver si reconozco a alguno de mis abuelos, o a mi amiga Marina, que murió tan joven, meses después de recibirse de licenciada en Letras, pero no logro identificarlos, quizás los tapa tanta gente corriendo y gritando, golpeando las puertas y persianas como en la época de los saqueos.

De algún modo llego hasta el Abasto. Varias personas empiezan a tirar piedrazos y tengo que correr. Quizás les apuntan a fantasmas que no quieren ver, porque además los insultan y les recuerdan cosas de antes, infidelidades, deudas y toda clase de viejos rencores.

Anchorena derecho, paso por el chino que me atiende con un casco de soldador; compro lo que puedo y después regreso a casa, al fondo del PH de la calle San Luis. Con suerte, ahora podré estar más tranquilo, con el whatsapp activo y los dos paquetes de fideos que pude rescatar del supermercado, a la espera del fin del mundo.

2. Microgotas de Flügge

Y llegó el otoño.

Como la maldita primavera, dicen que es la estación más hermosa —moderada en grados y estética en colores; perfecta para la nostalgia porteña—, pero yo siempre la sufro. Las hojitas que caen de los árboles —ilustración clásica de los manuales de primaria— activan la rinitis alérgica que padecí toda la vida y no hay rollo de cocina que alcance. Cuando voy al súper, veo que los demás cargan alimentos y yo, en cambio, papel y más papel. ¡Acá llega el loco de las servilletas!

El chino debe mirarme con ojos acusadores por vaciarle la góndola, aunque no puedo estar seguro, ya que usa todo el tiempo su máscara de soldador. Esto me dio risa al principio, ahora ya me acostumbré y fantaseé con El Eternauta y por eso lo respeto. Afuera, acunándose en el aire quieto, en vez de copos flotan los coronavirus; como aquellos, también emanan una tenue luz de trasmundo.

Lo que recuerdo es el taller del colegio industrial. Me iba tan mal en Soldadura. No podía controlar el temblor de la mano y siempre pegaba los electrodos al hierro. Otra pesadilla era Ajuste, la materia más monótona del mundo. También con ese nombre. Consistía en limar todo el cuatrimestre un acerito. ¡Incardona! ¿Quién le enseño a limar a usted? Tome —y me daba el escobillón—, ahora me barre toda la sección.

Por eso siempre nos rateábamos con Pity —esto se los conté en Villa Celina y Rock barrial—; no nos bancábamos ni la disciplina ni el encierro. Cuando sonaba el timbre del primer recreo, con el presente puesto, agarrábamos nuestros útiles y encarábamos hacia el paredón de atrás de la escuela. La primera vez que nos escapamos él se cortó la mano con un vidrio y después anduvimos de acá para allá buscando una canilla por el Barrio Piedrabuena para que se enjuagara. Bien podría ser un cuento de Borges; su protagonista, el Pity Álvarez, cuchillero fugitivo y payador, intentaba escapar de su destino. En esa mano, —premonitoria— la sangre; en aquellos monoblocks, —predestinado— el laberinto.

¿Pero cómo ratearse ahora si afuera cae la nevada mortal?

En las calles, los taxis transportan fantasmas; las ambulancias, nuevos pacientes; los patrulleros, violadores de cuarentena. Por todas partes se escuchan toses, canciones de cuna para los virusitos bebés. Al fondo del PH de la calle San Luis, yo me estoy volviendo cada vez más paranoico. Me lavo las manos cincuenta veces por día y me tomo la temperatura pensando que tengo fiebre.

Pero yo no sé si el termómetro está fallado o qué. Ayer tenía escalofríos y me dolía mucho la cabeza. Ya está, pensé, cobré para todo el viaje: me agarré corona. Recé un padrenuestro y un ave maría sin mucha fe, esperando ver el 38, el 39, pero, para mi sorpresa, el termómetro marcaba 35,8. ¡No puede ser! Me la tomé de nuevo: 35,6. ¡Me estás jodiendo! Me la tomé de nuevo: 35,4. ¡Es el termómetro congelador de gente!

En 1515, Galileo inventó un instrumento anterior llamado termoscopio, y en el comienzo del siglo XVIII, un tal Daniel Gabriel Fahrenheit, el termómetro de mercurio, que ahora dejó de usarse en un montón de países, incluso en Argentina, porque contamina el medioambiente. Esto último me lo cuenta Héctor, el farmacéutico de la vuelta de casa, a quien le vine a consultar por los valores extraños que leo en el termómetro.

Me dice que no me preocupe, que a la noche la temperatura corporal cae uno o dos grados. Mucho no me convence y yo sigo haciéndole preguntas. Como no hay nadie, nos ponemos a charlar un rato. Él permanece en el mostrador y yo, por las dudas, me paro casi al lado de la puerta, ¡como a cinco metros! Me aclara algunas dudas y empezamos a hacer chistes y a especular que quizás el Gobierno ordenó vender una partida fallada, para que la gente hipocondríaca como yo no hinchara a cada rato al 107. Buena idea: ¡termómetros placebos contra el estallido social!

Justo entra una señora con una bolsa de nylon en la cabeza y el farmacéutico me corta por lo sano, bueno, muchacho, tengo que trabajar, cuídese y lávese bien las manos al llegar. Sí, señor Héctor —le agradezco—, eso haré, quédese tranquilo, cuando llegue a mi casa me desvestiré y pondré los pantalones y la remera en el lavarropas, me sacaré las zapatillas y limpiaré cada suela con lavandina, después me lavaré con agua y jabón los antebrazos, las muñecas, las palmas, cada dedo bien frotado, especialmente los pulgares, ¡y las uñas!, cantaré tres veces el feliz cumpleaños y dos veces la marcha peronista, y después me pondré ropa nueva y desinfectaré celular, termómetro, computadora, controles remotos, muebles, picaportes, vajilla, cubiertos y todo lo que pueda con alcohol al setenta por ciento.

Camino por Jean Jaurés. El barbijo se corre a cada rato, pero como no me quiero tocar con las manos trato de acomodarlo arrugando la cara y haciendo gestos ridículos. Tengo miedo de que mi actitud resulte misteriosa y que el policía de la esquina me pida el documento. El tema es que nunca hice cambio de domicilio. Él puede suponer que me alejé un montón de mi casa y que estoy rompiendo la cuarentena. A ver si todavía me cobra una multa. ¿Y si me quiere llevar detenido? ¿Adónde me llevarían? ¿A Tecnópolis? Me río solo y justo cruzo delante del agente. Por suerte ni me mira, y además me acuerdo de que en el bolsillo también tengo la boleta del cable, que es la única a mi nombre donde aparece la calle San Luis. ¿Me servirá como comprobante? Giro la llave de la puerta de calle y entro rápido.

Se hace de noche.

Ahora subo por la escalera del fondo y salgo a la terraza en busca de la ropa colgada de los vecinos. Reviso bolsillos de pantalones y camisas y me llevo todo lo que encuentro. Un billete mojado y una moneda de veinticinco, caramelos, migas de pan, un DNI, en definitiva, objetos maravillosos para mi tesoro inútil, porque lo que necesito no aparece entre las prendas; se habrá derretido en la cuarentena igual que las personas.

En el techo más bajo, barbijos de colores, agarrados con broches a una soga, gotean virusitos bebés mezclados con jabón en polvo. Bien podría ser el decorado de una fiesta de cumpleaños.

En el techo más alto, un vestido de novia, agitado por el viento, se enrosca como una víbora en la soga y gotea manchas derramadas de aquel vals; escurre su matrimonio como un río hasta mis piernas —que jamás caminarán hasta el altar— el dulce de los postres convertido en agua negra.

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