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Episodio 1: “¿Quién cruza la calle ahora?”, por Luis Sagasti

Diarios - Julio/Agosto 2020 - A la búsqueda del sentido contrario

Debates, Diarios

Diarios - Julio/Agosto 2020 - A la búsqueda del sentido contrario

Cuando pensamos que la cuarentena no puede traer nada nuevo, ocurre el instante extraordinario. ¿Quién lo cazará? Quién sabe… Luis Sagasti construye una colección de escenas tan históricas como pop donde el azar y el flash a tiempo consiguieron hacer la diferencia.

 

En un video de YouTube subido hace cosa de un mes puede verse a Dave Gilmour tocando la guitarra rodeado por parte de su familia; al parecer intenta ensayar algo para un programa de TV, al menos así sugieren los comentarios. Casi nada sabemos de la vida privada del ex Pink Floyd pero ninguno de los que allí aparecen con él le presta la más mínima atención. De hecho una chica con un nene sobre la falda juega con una tablet muy entretenida. En un momento gana la escena un patito o algo tan simpático como eso. La mascota camina sobre la mesa entre una cartera abierta, un diario, un lápiz negro. La que suponemos hija del guitarrista toma al animalito y lo coloca encima de la cabeza del bueno de Dave que ríe, todos ríen ahora, y continúa divertido con la canción. La escena es muy cálida y se prolonga unos segundos más.

Dentro de la serie de fotografías previas al cruce de Abbey Road –algo así como el Rubicón del rock and roll: la suerte estaba echada, los Beatles se separarían en unos meses– hay una que tiene un ángel particular. En verdad todas ellas son encantadoras; se trata de imágenes circunstanciales, indolentes, previas a un momento histórico dentro de la cultura de masas; ninguno de los cuatro parece tener la menor idea de que breve ejecutarían (creo que el verbo es el indicado) una de las caminatas más célebres del siglo XX. La otra había sucedido diecinueve días atrás cuando Neil Armstrong dejó sus huellas sobre la superficie lunar; haría falta una más para constituir esas trilogías que mitifican cualquier enumeración. Vuelvo a Londres. Los muchachos, contra lo que podría imaginarse, lucen algo aburridos –Lennon parece tener la cabeza en cualquier lado, siempre– como si quisieran desprenderse de ese trámite cuanto antes y volver al estudio de grabación. Los cierto es que ahí tenemos a los Fab Four preparados para la histórica sesión. La foto en la que quiero detenerme es una en donde John se acomoda los pantalones; detrás suyo, Paul le arregla el cuello de la camisa a Ringo; al final, recostado contra un muro, distinguimos la melena y medio cuerpo de George Harrison. De pie junto a ellos, una señora mayor de lo más campante. Por su atuendo de entrecasa y no llevar nada en las manos, siquiera una cartera, da la impresión de ser del barrio. Esa clase de vecina barreveredas a la que una memoria haragana agregaría una bolsa de los mandados o una cofia de ruleros. No cuesta imaginar que es ella la que ha sugerido que Ringo se acomode la camisa o la solapa del saco y que trascartón le haya dicho a Paul que se calce si no quiere tomar frio. Se la ve con los brazos cruzados, como si reprendiera a sus nietos. Algunos cuantos millones de personas hubieran vendido su alma por estar ahí en lugar de ella.

Sin embargo, con todo, la escena sale un poco saturada.

La vieja es ese pájaro circunstancial en la cabeza de Gilmour. Un exceso de cotidianeidad que termina por empastar la imagen. Ya con los Beatles sorprendidos en sus últimos retoques hubiera sido suficiente. O quizás al revés: el cuarteto concentradísimo, presto a la gran marcha y la abuela junto a ellos, de brazos cruzados, diciendo algo como Chicos, miren para ambos lados antes de cruzar.

Hay una cucharada mínima de azúcar que sobra en ese café.

En esta cuarentena, a quienes tenemos la suerte de no vivir en un estado de emergencia social, nos abraza la inequívoca sensación de estar haciendo más o menos las mismas cosas que el resto de la gente. Podemos arriesgar sin mucho miedo a equivocarnos que hasta debemos compartir estados de ánimo. Todos en el mar con el agua a la cintura. Habrá quienes se pongan a nadar con mayor o menor pericia y otros que harán la plancha, pero llega un momento en que, más allá del modelo de las mallas, no hay quien no tenga frio o los dedos tan arrugados que reíte de Vucetich.

Pero en este nuevo estado de cosas en donde personas más o menos normales debemos practicar cosas si no extraordinarias al menos alejadas de nuestras rutinas, las personas extraordinarias tienen la oportunidad, por primera vez en vaya a saberse cuánto tiempo, de hacer algo parecido a una vida normal. Hablo de aquellos a quienes los rodea el estupor ajeno ni bien ponen un pie en la calle, ciudadanos del mundo que no dejan de sentirse nunca visitantes de otro planeta.

Protegido por un barbijo, un irreconocible Paul McCartney puede presentarse en una carnicería y pedir medio de nalga por primera vez desde que saliera de Liverpool sin que nadie se le tire encima. En ese plan no cuesta nada imaginar al Indio Solari esperando para entrar a una ferretería a comprar un cosito. Y antes de irse, ¿por qué no decir muchas gracias, bajarse el barbijo y regalarle al carnicero una pequeña epifanía?

Y ahí, por primera vez en mucho tiempo, habrá dos momentos inolvidables de ambos lados del mostrador.

Cuál es el placer de ver o imaginar en situaciones cotidianas a los héroes de nuestra personal y modesta Primera Junta. Tampoco los queremos sorprender siempre en situaciones banales –la humildad de un ídolo mediático se tolera hasta cierto punto: encontrarse con un Gilmour en la cola de un banco una vez al mes tiene algo de mocasines marrones. Las mismas razones producen un efecto inverso: nada más irritante que aquellos artistas, músicos o escritores, que se instalan en la comodidad de un personaje a los que la adulación ciega todo le consiente. Salvador Dalí era un buen ejemplo. Sujetos en estado de performance perpetua cuyo esfuerzo por generar una revelación a cada paso solo descubre que desconocen las condiciones de posibilidad de una epifanía. Agotan con su empeño.

Es muy fuerte la atracción por contemplar la normalidad de quienes solo hemos visto desplegarse en modo póster. Por eso aquellos ungidos en personaje nos fastidian: nunca exhiben un pliegue de semejanza con nosotros. Y si por algún quizás los sorprendemos caminando en la vereda de la banalidad nos habita algo parecido a la desazón, incluso a la tristeza.

Hay un capítulo formidable de la serie The Crown donde el Duque de Edimburgo, marido de la reina, cae en una cuenta que venía haciendo desde hacía un tiempo y que cada tanto, con la puntualidad de un pájaro migratorio, sobrevolaba su cabeza. Caminando siempre a dos pasos detrás de su mujer con el peso artificial de las medallas sobre su uniforme, no ha hecho mucho más que aparecer en una estampilla de Nueva Zelandia de 1952 junto a su esposa, obvio. Mala suerte la del príncipe consorte, condenado a una monotonía regia cuya vacuidad por momentos parece aplastarlo. De repente aparece algo que lo ha llenado de entusiasmo, un brío de primavera: el viaje a la luna. Entusiasmado como un chico sigue por cuanto medio esté a su alcance todas las peripecias del Apolo XI. Más allá de la cuestión científica y técnica siente una grandísima admiración por el arrojo de tres astronautas que han hecho de sus vidas algo extraordinario. Abandonada la obligada cuarentena posterior al aterrizaje, Armstrong, Collins y Aldrin salen por el mundo a dar la vuelta olímpica; el palacio de Buckingham es, por supuesto, una visita obligada. El Duque consigue lo que tanto deseaba: una entrevista a solas con los astronautas. Apostado desde temprano en el grado cero del arrobo, el hombre al que todos creen rey encuentra que los tres reyes magos son en verdad tres militares tan correctos como amables, tímidos casi, que dan la sensación de no haberse dado cuenta de la magnitud de su hazaña. La charla es más protocolar que forzada y le confiesan que en verdad no sintieron o pensaron nada especial, que ver la Tierra desde la luna, una totalidad a la que nadie había accedido en la historia y a la que muy pocos accederán después, no les produjo ningún escalofrío metafísico. Estuvieron todo el tiempo con la cabeza en la operación. Solo así se aseguraba en éxito de la gesta (y la vida de ellos, claro). Casi vencido, el Duque les pide alguna anécdota, algo, cualquier cosa. Creo que fue Neil Armstrong quien dijo algo de una herramienta que se les había caído o cierta confusión técnica que les había hecho mucha gracia. Y ahí entonces se produce si no la bofetada satori del maestro zen al menos un chasquido de dedos delante de sus ojos. Después de todo se trata de gente simple haciendo cosas extraordinarias, sin tiempo para ponerse a pensar nada si quieren que la cosa sea de veras extraordinaria. Y él, alguien etimológicamente extraordinario, no otra cosa es quien detenta esa posición social, ¿qué es lo que debería hacer, entonces?

Tolstoi escribió un cuento en donde una barca que transporta a un obispo por el Mar Blanco pasa frente a un islote. Alguien le informa que allí viven tres ermitaños muy devotos. El obispo quiere conocerlos. Se encuentra con tres hombres tímidos más que parcos a los que les enseña el padrenuestro que al parecer no conocían. Satisfecho con su obra de bien regresa a la barca. Un rato más tarde, con el sol ya puesto, observa por la borda que algo se acerca. Eran los tres ermitaños que caminaban apurados por el agua. Habían olvidado la oración de la tarde y rogaban al obispo que se la repitiera.

Y como ese disco que fue al espacio con la sonda Voyager llevando música y sonidos de la Tierra para hermanos de otras galaxias, así cada día enviamos al ciberespacio señales de nuestra nueva cotidianeidad.

A fuerza de imágenes y videos escribimos entre todos las nuevas Selecciones del Reader’s Digest, de eso se tratan las redes, después de todo, en especial Facebook. Una revista que solo refuerza nuestra zona de confort. Una estridencia con sordina y colores pastel.

Aunque cada tanto nos encontramos sin querer –solo así funciona el asunto– con alguien que habiendo cruzado Abbey Road contempla nuestro planeta desde la luna. Son quienes se han bajado el barbijo y nos enseñan un rostro irreductible a cualquier emoticón. No son más que seres ordinarios haciendo cosas ordinarias, sí, pero con la intensidad y la frescura de quien se ha corrido del centro. Labran así el vacío que permite que circule aquello que nos ha de salvar, más allá de una oportuna vacuna.

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