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Episodio 1: “Qué suerte”, por Silvia Gurfein

Debates, Diarios

Nadie sabe muy bien para qué hace orden, para qué futuro consigna títulos y etiquetas a las cosas y por qué agenda los días. En esta cuarentena, el orden, las certezas que traen los sueños y los significados de las palabras son destellos en la oscuridad. La artista Silvia Gurfein no cree en la suerte, pero de golpe, en la oscuridad, algo brilla sin motivo aparente, sin mucha explicación.

 

Qué suerte que en algún momento en mi taller ordené las telas sueltas, las incompletas, las rasgadas. Qué suerte que las enrollé y las identifiqué con un cartelito que dice, por ejemplo, “tela libre” o “florero mellizo rojo” o “hermana 7 fantasmas”. Otras etiquetas dicen sudarios, fuego Aizenberg, frecuencias y esgrafiados, lagos sobre lagos, canción sin terminar, desplazado inconcluso. Cultivo un orden que tiene mucho de sistema utópico; las cosas deben estar siempre en el mismo lugar, las herramientas según su función, los pomos de óleo ordenados por color, los pinceles en frascos distintos según su forma y tamaño, los trapos apilados por uso. Así, creo que puedo hacer todo con los ojos cerrados, reconocer los objetos y el espacio con el tacto, moverme y pintar a ciegas. Es una suerte, además, porque el nombre de las cosas no es la cosa en sí y porque por los nombres me ordeno y organizo, pero cuando voy al encuentro de la tela y la desenrollo es como si la viera por primera vez, me sorprendo como ante algo nuevo, que no reconozco. ¿Cuándo fue que hice esto? ¿Cómo fue que lo hice? ¿Cómo fue que lo pensé? Lo nuevo es un estado. Qué suerte entonces que hago las cosas para mantener vivo el asombro.

Qué suerte que alguna vez escribí algo, así cuando empiezo un texto puedo contar con los anteriores. Qué suerte que no empiezo de cero. Porque los inicios para mí son siempre muy difíciles, como si cada vez fuera a romper la cáscara del huevo o a abrir los pulmones vírgenes para que entre el aire. Mejor ser la continuidad de las cosas, un enganchado. Ocurre que en general me olvido de esta suerte y es por eso que me ven orbitando, eludiendo la acción, esquivando el sufrimiento de iniciar algo hasta que oh, los pies tocan tierra y caigo en la cuenta de que tengo donde apoyarme. Hacer y olvidar. ¿Cuántas veces escribí este texto dentro de mi cabeza? ¿A dónde fueron a parar las versiones que no llegarían nunca a este tipeo? Caminar sin mirar atrás pero sobre todo hacer sin tomar posesión, tal vez eso sea lo que permita el asombro.

Recuerdo muy bien lo extraño y distintivo que fue para mí ir a una escuela primaria antroposófica en la que cada año las clases empezaban un día después que el resto de las escuelas del país. Empezábamos el año lectivo un martes, porque se entendía que la energía marciana era mucho más propicia para los inicios que la lunar. Lunes, martes, miércoles, jueves, viernes, sábado y domingo se corresponden a Luna, Marte, Mercurio, Júpiter, Venus, Saturno y…¿domingo? ¿Por qué no solarus o solenius o solis? Desde que comenzó el confinamiento dedico un par de minutos a anotar en una pequeña pizarra con tizas de colores el nombre del día. Le agrego alguna referencia, un dibujo de unas florcitas o un firulete. Si es sábado puede que trace un sintético ícono del hermoso Saturno con sus anillos o quizás un miércoles dibuje el casco alado del dios Mercurio.

La pizarra termina de completarse una vez que escribo algunas tareas que nunca creí que iba a tener que recordármelas. Ya es bastante llamativo encontrarme anotando el nombre del día. Algo extraño ocurre con el tiempo y con la memoria en estos días. Agrego tareas que parece absurdo tener que apuntar: no llego al extremo de recordarme que tengo que lavarme los dientes, pero escribo: cocinar sopa de pollo, remendar el vestidito azul, pasar la aspiradora y caminar.

Cada domingo entonces me pregunto por el nombre propio de ese día. Buscando me encuentro con que domingo viene del latín dominicus y que, para ser breve, significa “día del Señor” porque deriva de dominus que es “dueño”, “señor” y tiene además la misma raíz que domus, o sea casa. Qué belleza las etimologías y la espesura de las palabras, todo lo que podríamos pensar de sólo saber esto. Pero por ahora digamos que en la secuencia que elegimos para nombrar los días pasamos del paganismo planetario al cristianismo (capitalista) de un sopetón.

Si el domingo lo dedicamos al domus, el lunes será entonces dedicado a soñar, a nadar en el mar inconsciente, características todas propias de la Luna. Es temporada de sueños me dicen, que la pandemia activó la producción onírica, me cuentan. Es temporada de revelaciones, de despertares y de ensoñación. Los sueños han signado mi existencia. De niña los narraba cada mañana en la mesa familiar que esperaba expectante ese relato. Esta época de límites temporales difusos la relaciono con ese estado de flotación sin bordes que es el sueño. Es extraño el modo en que percibimos el paso del tiempo en el encierro, por momentos es muy veloz y paradójicamente muy lento. Los días pasan muy rápidamente sin que hayamos podido intervenir en ellos, como si estuviéramos dentro de la espiral de un caracol, que es casa y también es el andar lento. Tiempos que se escurren o se espesan. Trastorno de los ciclos circadianos. ¿Es esto una pesadilla? ¿Cómo sabremos cuándo hay que despertar? y ¿para qué despertar? Alguna vez dije que tardé muchos años en hacer obra porque preferí estar oscilando en el mar amniótico de la confusión y la indiferenciación. Porque la claridad es tremendamente dolorosa y las aristas de la identificación son agudas y cortan como el vidrio roto. Por eso escribo en mi cabeza de modo perfecto y poco e imperfecto es lo que termina en el papel. Tironeada entre la indeterminación y el recorte, anoche soñé que me robaban todos mis documentos. La sensación era que en realidad lo que me habían robado era la identidad. Yo estaba en una reunión o en una fiesta, no sé muy bien, y cada tanto recordaba que esa mañana me habían robado todo e intentaba hacer algo al respecto pero siempre era interrumpida, nunca lograba resolver el problema. Hasta que finalmente llegaba mi amiga M que me decía que estaba muy preocupada por mi situación y que me había comprado una nueva identidad de la que traía todos los papeles. Era una identidad provisoria, hasta que pudiera recuperar la mía. Yo miraba los nuevos documentos y notaba que tenía un nombre muy largo, una ristra, un nombre compuesto por varios nombres (como Pablo Picasso, que en realidad se llamaba Pablo Diego José Francisco de Paula Juan Nepomuceno María de los Remedios Cipriano de la Santísima Trinidad Ruiz y Picasso). Recuerdo los dos primeros: Dominica Cayetana. Me preocupaba muchísimo pensar que iba a tener que firmar los textos con ese nombre. Esperaba, además, que no fuera publicado justo en un suplemento dominical.

Tenemos necesidad de que haya comienzos y fines porque lo infinito es imposible de pensar. Puede que se pierda la memoria de los comienzos, puede que se vaya desdibujando el inicio y del final nada sabemos salvo que habrá uno. El infinito se parece entonces al sueño o al olvido. Por eso ordenamos el tiempo. Como quien camina sin mirar atrás dejando una huella fantasma, con los brazos extendidos hacia adelante, a ciegas, sabiendo que sólo vive del instante.

El presente entonces puede ser el momento de siembra constante para que el próximo presente sea de cosecha, mientras recogemos el cultivo pasado. Ahora mismo este texto puede ser el compost del próximo que les envíe. Aquí estoy, hundiendo mi pulgar en la tierra y veremos, tal vez un yuyo con flores hermosas crezca o nazca un caracol o esa cavidad tenga la forma de una tumba. Entre estas palabras podría estar la que, como semilla, inicie el texto que despliegue una antigua idea que tengo sobre el mar como origen de todos mis remedios. O quizás este escrito presente me coloque en la orilla de ese mar, al borde de mi ignorancia, ante la muerte.

Hasta tanto, pienso en la suerte. Y aunque no creo en la suerte, la idea me intriga. Me atrapan las sensaciones chispeantes de lo fortuito; lo contingente me parece que es la vida misma. Incluso lo accidental entrando por un resquicio, la sorpresa, lo inesperado, puede ser un regalo. Así que tal vez sí crea en ella, o por lo menos voy a dejar que me toque. La suerte como lo que no está en nuestras manos, lo que está fuera de nuestro control, como un virus. Unos protocolos para la vida cotidiana que intentan sujetar eso inasible, poner algo de dominio a semejante estropicio. En este tiempo donde la cuestión del control se puso en el primer plano de nuestras reflexiones, lo que más ansío es lo azaroso del encuentro. Nada más sorprendente que otro humano. Que nos encontremos. Eso, eso realmente sería una suerte.

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