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Episodio 1: “El espacio”, por Margarita Molfino

Debates, Diarios

Con una frase de Georges Perec en mente, como único hilo conductor en el espacio que se ha modificado para siempre, la bailarina y coreógrafa Margarita Molfino va construyendo el suelo que va pisando. Los espacios de la casa se mueven, los espacios lejanos, desde el cine hasta la catástrofe de Beirut avanzan años luz y se sienten tan cerca, como antes eran propios los objetos cotidianos.

 

Vivir es pasar de un lugar a otro haciendo lo posible para no golpearse”. Atesoro desde hace tiempo esta frase de Georges Perec por las infinitas imágenes que despliega, de tránsito, de cambio y de ritmo. Es una frase que me impresiona por su poder inmediato de materialización, como que la veo, rápidamente se despega del papel y se vuelve tridimensional. Concretamente para mí, hace visible el espacio. “Vivir-es-pasar-de-un-lugar-a-otro-haciendo-lo-posible-para-no-golpearse”. En ese vivir leo movimiento, y yo desde mis 5 años –primero por niña inquieta, luego por diversión, más tarde por elección, después por vocación, siempre por deseo y hoy como el modo más expansivo de relacionarme con el mundo– me dedico a bailar y actuar, con lo cual vivo pensando, haciendo y probando movimientos. El haciendo lo posible me remite a ser hábil, a cierta supervivencia y adaptación, cuestiones que hoy se yerguen aún más contundentes en esta coyuntura. Así es que esta frase, apuntada en mi cuaderno de notas para mi trabajo, se impuso en estos días como un mantra para sobrevivir en casa.

Pensamos mucho y cotidianamente en el tiempo; los relojes, los compromisos, los cumpleaños, los ciclos que empiezan y terminan, los proyectos y los recuerdos. Ni que decir el cuerpo y esa batalla vana contra la vejez venidera. Todo nos recuerda que el tiempo está pasando. Ahora, es el espacio el que vino a reclamarnos protagonismo. Días raros, de lugares más o menos acotados pero todos ya desgastados por más de cien días de encierro. Hacer cualquier acción que habitualmente teníamos asignada a una habitación, en otra, se vuelve un acto creativo que nos refresca. El consumo del espacio en estos días se relaciona a cómo nos movemos y qué hacemos en ellos. Cada sitio requiere ser conquistado y tomado cada vez.

Fui probando muchas cosas para deshabituar lo habitual en mí, para desestructurar mi percepción: leer en la cocina, comer en la cama, meditar en el balcón, entrar todas las macetas al living, comer en una mesa muy pequeña, torneos de ping pong en la mesa grande. Llegué a parar el sillón de dos cuerpos –con la excusa de filmar una performance, pero creo que fue sólo para tener otra perspectiva del living–, a armar una oficina en el piso de la terraza del edificio en la búsqueda desesperada de un rayo de sol. El baño se volvió el lugar más íntimo y privado, ya lo era claro, pero de ser un trámite se convirtió para mí en la única posibilidad en el transcurso del día de estar sola en casa.

El espacio no es algo dado, de hecho lo vamos creando y se complejiza si le hacemos preguntas o lo disputamos con otras personas. En casa somos tres y hubo días en que nos veía rebotando de habitación en habitación sin hacer nada, literalmente nada, pero sosteniendo la actitud de estar haciéndolo todo. ¿Por qué no privilegiar la dispersión? Hay que estar muy atenta cotidianamente para saber ver las cosas que a una la salvan, de las miserias, las tristezas, o como reza mi amiga Flor Ciliberti en una de sus canciones, del “baldío emocional”, salvarse de una misma en definitiva. Inventar algo que vaya contra eso, y moverse siempre es una buena elección. Moverte te salva, pasar de una cosa a otra, escurrirte, inventarte otra perspectiva, deshacer lugares gastados. Inventarte que a partir de ahora te gustan otras cosas ¿se puede decretar que te gusta otra cosa? Yo digo que sí.

El cine

¿Cómo elogiar lo cotidiano? Por suerte existe el cine, para ensancharlo siempre todo, y no me refiero sólo a ver las películas, sino a todo lo que nos va dejando que luego opera en nuestra memoria poética y nuestro hacer diario. Con esta pregunta sobre lo cotidiano, vino a mí y fui a él una y otra vez con el exquisito corto Saute ma ville, traducido como Explota mi ciudad. Escrito, dirigido y actuado por una jovencísima Chantal Akerman en 1968. En este corto de apenas 13 minutos la imagen cotidiana de una mujer en la cocina se vuelve delirante, la vemos perdiendo la cordura de un modo encantador. Toma vino, cocina tallarines, come una manzana, se viste, se le caen cosas o las tira, limpia el piso de un modo imposible, lustra los zapatos. Cada tanto se mira en un espejo, se reconoce, se perfuma y baila. Es desesperante y encantador. Después tapa las hendijas de la puerta con cinta adhesiva y abre el gas; se vuelve tan extremadamente absurdo que explota todo por los aires, literal. Acaso lo más interesante sea el sonido; todo esto lo hace tarareando, cantando, riendo, volviéndolo particular y extraño, dulce también. Hice el ejercicio de verlo en silencio y el cambio es radical. Soy gustosa de esos experimentos. Escuché, sin mirarla, más de una vez, La mujer sin cabeza de Lucrecia Martel sabiendo la importancia que ella otorga al sonido. Y sí. Es fascinante. Recomiendo mucho probar estas cosas. La supremacía de la imagen a veces lo devora todo, pero tan sólo una sutil atención da cuenta de que el sonido abre un imaginario tanto más misterioso, tanto más abarcador. No te dice qué, te sugiere. Un sonido puede ser muchas cosas, es un soporte de lo más fecundo para la imaginación.

Pero vuelvo. Es así que entre lo dramático, lo mundano, el humor y mucha desesperación, Akerman hace estallar lo cotidiano. Imagino a cada mujer haciendo esto, a las privilegiadas y a las desesperadas. Un acto redentor que nos libre a todas de una vez cantando, bailando y destrozándolo todo, por qué no. Como una respuesta incontrolada del cuerpo. Cuerpos creando nuevos espacios y acciones que ya no obedecen a órdenes. Hay obras que logran eso, en este caso darle entidad a millones de mujeres.

Akerman fue una eximia cineasta atravesada por el drama de la guerra; de su familia oriunda de Polonia sólo su madre logró sobrevivir a Auschwitz. Y según ella misma contó tantas veces, su madre fue el centro de su vida, su carrera y su inspiración hasta el último suspiro. Mi mamá también lo es, y pienso cada día cómo será nuestro reencuentro post pandemia. De hecho al poco tiempo de fallecida ésta, dijo que sin ella le daba miedo no tener ya nada que decir. Un año después, en 2015 decidió quitarse la vida en París a sus 65 años. Chantal Akerman fue feminista cuando no estaba de moda, triunfó muy joven en un mundo donde aún hoy priman los hombres y decía muchas cosas que me gustaban, como que no la pongan en una sola caja, que ella era mujer, judía, cineasta, escritora y tantas cosas más. Pareciera que el cine la salvó. Que importante es encontrar lo que nos salva.

El extranjero

Mientras escribo estas líneas me llegan mensajes al celular insistentemente. Hace rato decidí tener el dispositivo silenciado y no sólo de los grupos o asuntos laborales sino de todo tipo. Siento que de lo contrario sería una división arbitraria y lo cierto es que cada tanto miro el teléfono igual con o sin sonido y de esta manera al menos no me siento a merced de una campanita que me dictamina el momento exacto para hacerlo. Pero ahí estoy hoy, pendiente y especialmente tratando de escuchar la vocecita de alguno de mis sobrinxs, algo que se convirtió en necesidad y alegría en esta etapa de la vida. Los mensajes corresponden a muchas personas con la noticia de la explosión en Beirut, la capital del Líbano, donde estuve en febrero visitando a mi hermano y su –o sea mi– familia. Se me cierra el pecho y el documento en el que escribo, se me traba la garganta y caigo rendida ante el celular tratando de dar con mi cuñada.

Mi hermano Lucas trabaja desde hace muchos años para Médicos Sin Fronteras y desde hace poco más de un año viven en Beirut. Vuelta a todo lo anterior, al espacio, los sonidos y ahora, ya no el cine, sino la realidad, que supera con creces a la ficción. Me dice Eugenia, mi cuñada, que se oyeron dos explosiones tremendas, que fue escalofriante y que Emilio, Ulises y Matilda no saben nada, piensan que fue un temblor natural de la tierra. Y prefiere dejarlo así. Los llevó a un cuarto de la casa, bajó las persianas, puso una película –vuelta al cine– mientras todos nos escribimos frenéticamente para tranquilizarnos mutuamente. Por suerte están todos bien.

Qué diferente impactan las tragedias cuando hay personas amadas, pero además cuando conociste ese lugar. Estuve en Beirut en febrero, volví ya con barbijo, alcohol en mano y mucha incertidumbre. Una ciudad ecléctica, seductoramente extraña. Aprendí muchas cosas ahí y sobre todo me acerqué a una zona del mundo que nos hacen creer muy lejana, pero vi las desigualdades profundas, sufrimientos de muchos, opulencias de pocos que parecen repetirse al infinito en cualquier rincón del globo.

Globo que sangra por doquier desde siempre. Mis pensamientos se vuelven amargos y derrotistas. No puedo evitar mirar una y otra vez las imágenes de la explosión. Los escombros, la desesperación, la duda de si viene algo más. Pienso en esa ciudad que aún sangraba los resabios de su larguísima guerra civil. No hay sutura. A la pobreza la sobrevuela un drone. La muerte merodea siempre, muchos la ven cara a cara y otros la miramos por tv, por ahora.

No puedo hacer mucho más que pensar estas cosas, y ahora escribirlas. Camino hasta la puerta corrediza y salgo al balcón como cada día estos días, para mirar mi porción de cielo asignada y la naturaleza citadina más cercana; las copas de los árboles del pulmón de la manzana que literalmente funcionan como tal y me permite respirar profundo. Una magnolia ya sin flores pero esplendorosa precede a un pino, que hoy mirándolo bien es muy parecido al cedro libanés, árbol insignia de la bandera libanesa; esas coníferas de ramas largas, horizontales, escalonadas, que parecen pisos. Pierdo la mirada y extraño a los míos a la intemperie.

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