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Episodio 2: “Algo que Lemebel nunca imaginó”, por I Acevedo

Diarios - Julio/Agosto 2020 - Diario de un escritor

Debates, Diarios

Diarios - Julio/Agosto 2020 - Diario de un escritor

A la noche este diario emprende el recuento de todo lo que no pasó en el día, todo lo que fue pasando por la cabeza. ¿Qué es la imaginación? ¿Hasta dónde llega? I Acevedo reconstruye lo que queda del día hilvanando fragmentos de libros, de escenas políticas que aparecen por televisión o por YouTube y las distracciones domésticas e inesperadas. De David Viñas a Pedro Lemebel. Como el correr del agua que sale de la canilla, el presente salpica y se va.

 

Miércoles 1 de julio, 00.52

El desorden y el caos de estos días es el mismo que el de este texto. Treinta y dos mil caracteres no alcanzarán para explicar lo que quiero decir acerca de la imaginación.

Por ejemplo, ahora debería estar trabajando en corregir la primera entrada de este diario, pero tuve que venir a escribir acá, porque necesitaba desarrollar este pensamiento que es escritura, y en vez de emprolijar, vine a proliferar. Quizás por miedo a que se me escape el presente.

Pienso en este texto todo el día. Pienso en la imaginación especialmente mientras lavo los platos, mientras estoy en contacto con el agua. Como si tocar el agua, cosa que me produce horror, porque es una sustancia fría que se escapa del control, me recordara que hay otro lugar donde puedo salvarme del descontrol. El llano territorio seco de una hoja en blanco, sin que nada haya crecido hasta que se presiona una tecla polvorienta, colonizada por pelusas diminutas, es mi refugio. El agua, al ducharme, al colgar la ropa, al lavarnos los dientes, al secar el piso del baño porque nunca compré cortina de baño por no pagarle a Mercado Libre ni a Coto; el agua de la pava, de la bolsa de agua caliente, la de los gatxs, la que vuelcan desde mi mesa de luz, y cae por el piso hasta llegar al colchón donde Gre duerme al lado mío durante la cuarentena, el agua con que regamos las plantas en una huerta improvisada en el balcón, donde no sabemos cómo brotó una espinaca en lugar del zapallo que (imaginamos) nacería; el agua con que me peino si tengo una reunión de Zoom, el agua que bebo y que está viniendo con gusto raro, que una empleada de Aysa me dijo que se debe “a los cambios del río, pero es potable”, el agua del té, excepto cuando tomo cerveza, como ahora; todo es claro cuando estoy de pie y toco el agua que corre, mientras lavo los platos. El mismo lugar en que hace dos años comprendí que iba a transicionar. Allí escucho lo que quiero decir en este texto. Y todo tiene sentido.

Y mientras voy sorteando los obstáculos del día hasta llegar a la noche, el día pasa, y de pronto, a las doce, me despierto, luego de haberle contado el cuento a Gre, y comienza un largo rato de soledad y silencio que a veces dura hasta las cuatro de la mañana. En ese momento mi cuerpo no quiere levantarse, y algo adentro mío empieza a repasar el par de tareas que tengo pendientes. Entonces empiezan a girar las ideas. Y, tabaco y cerveza, aparecen dos sustancias que me convidan a levantarme. Un Bartleby laborioso, o yo que sé qué personaje, porque muchas de las noches no las paso escribiendo, sino trabajando en alguna planilla, o leyendo las cosas que escriben lxs alumnxs del taller literario, o corrigiendo el manuscrito de una amiga que por fin se decidió a publicar sus cuentos.

Oigo ahora los golpes de Gre contra el placard. Cuando sueña, se mueve. Lo cual me recuerda que ayer, que trabajé hasta tarde, se despertó y vino al sillón del living a dormir cerca de mí. Entonces no pude escribir este diario, y me pareció mejor irme a la cama, y él dio algunas vueltas y se hicieron las seis, así que le dije que se podía levantar y jugar con su tablet. Me despertó a las nueve: ya es hora de trabajar, me dijo. Así, en turnos donde, mientras él duerme, yo disfruto la soledad, o mientras yo voy al supermercado, él disfruta su soledad, acompañado por amigas que lo miran ver Netflix a través de videollamadas, van pasando nuestros días.

Esa noche, mientras trabajaba en una planilla, escuchaba una entrevista a Viñas. ¿No era un gorilón?, me preguntó Paula. Sí. Se nos hace presente su imagen en la entrevista que le hace a Cristina, donde le reprocha su optimismo y ella le responde que ella no es intelectual sino política, y es su deber ser optimista y creer que puede mejorar el mundo. Justo antes de dormir leía el libro de Male Nijensohn, La razón feminista, y en una nota al pie se mencionaba esa famosa entrevista. Típicas coincidencias que traen los textos. Era gorila, sí. Pero era un intelectual preocupado por la política, le digo a Paula. Preocupado por el contexto, por las series. Es muy buena esa entrevista que le hacen algunas mujeres. Lo extenúan con preguntas. Él intenta ser seductor, dice que “ahora las mujeres son las líderes en el campo intelectual”, y ellas lo siguen extenuando. La cámara lo acorrala, como si lo tuvieran en una mesa de interrogatorio en el Departamento de Literatura Latinoamericana y hacia el final él se rinde y dice: “ya no puedo más”, y termina hablando contra el peronismo, negándolo a causa de su circularidad; él, que habla de la necesidad de hacer sistema, no puede evitar que su desacomodo con la actualidad lo lleve a repudiar una parte tan viva del sistema como lo es el peronismo. Esa entrevista ocurrió hace nueve años. Lo menciono porque, entre otras cosas importantes, dice ahí que antes se pensaba que el estilo “era el hombre”, pero que en realidad a eso hay que sumarle que el estilo es “el hombre dirigiéndose a quien lo escucha”. Una definición que usamos con Paula para hablar de literatura, al definir estilo como “la voz”. Pensamos que una voz se proyecta, y la manera en que se proyecta hacia otrx es el estilo. Algo de eso dice Piglia en la introducción a la novela En breve cárcel de Sylvia Molloy, cuando recuerda el impacto que sintió al leerla por primera vez; la sensación de que esa voz lo tocaba.

Ciertamente, el producto de nuestra imaginación, por más libre que nos la vendan, es algo calculado. Pero el estilo no. Allí no hay cálculo. Sylvia Molloy nunca calculó, ni imaginó la manera en que su escritura podía llegar a nosotrxs. Creo que eso es claro cuando vemos cómo efectivamente ciertas voces intervienen (nos tocan) en momentos importantes de la historia. Hoy por ejemplo, escuché a Alba Rueda en su discurso en la Cámara de Diputadxs en el tratamiento de la Ley de Cupo laboral Travesti Trans. Al final ella citó a Lemebel diciendo “Hablo por mi diferencia”. Poema político si los hay, donde Lemebel le tira una crítica lapidaria a la izquierda de Chile. Al escuchar esa cita, las lágrimas se me vinieron a los ojos.

En efecto, en esa voz, algo colectivo adviene. Y, de nuevo, lo que adviene es algo no calculado por Lemebel. Es algo que Lemebel nunca imaginó.

Ya recuerdo lo que pensé mientras lavaba los platos. Pensé que la imaginación me obsesiona. Y me dio vergüenza esa obsesión. Después me calmé, y volví a pensar en cómo hilar estas notas. Entonces recordé Prisión Perpetua, y unos comentarios de Piglia (otro de mis “podcasts” de Youtube mientras limpio o trabajo de noche) acerca del porqué de esas tan larga charlas de Renzi en el bar reflexionando sobre literatura y política, en esa novela. Según él, eso le salió así. Y no pudo ni quiso (a la manera de Lydia Davis: Ni puedo ni quiero) controlar ese contenido, porque notó que esos diálogos fluían. En esos diálogos se habla de las cosas que seguramente él discutía en las mesas de bar, seguramente frecuentadas también por María Moreno, que, mientras organizaba alguna marcha feminista, también departía y tomaba whisky con esos señores, y hablaban de literatura. El resto de esa novela es imaginación. Ahora, qué curioso, pensé, que el lugar donde el contenido fluyera tan naturalmente, fuera en esos diálogos, que eran, justamente, la parte del texto escrita en primera persona, ¿no? Cómo la escritura en tercera persona aún era una convención muy fuerte en aquellos años, y sin embargo, algo ahí advenía, y en esos diálogos en esa primera persona, el texto fluía, lleno de ideas.

Está claro que un género contiene, en el sentido en que habilita y deshabilita cierto contenido. Y allí, yo no lo voy a ocultar, al contrario, vengo aquí a decirlo, encuentro una segunda justificación que vuelve a darme una tranquilidad acerca nuestra escritura, digo segunda pues la primera ya la tenía: porque creo en el texto, tengo fe en la escritura; la segunda tranquilidad, digo, es acerca de que la literatura que nos tocó es una literatura de ideas. Una literatura donde las ideas, a diferencia de la imaginación, no se calculan ni se controlan. Yo no lamento que en muchos casos, (hablo de zonas, por supuesto, hablo de series, como dice Viñas, porque, de otra manera, no podemos abarcar la comprensión de una cosa), no hayamos usado la imaginación, y que hayamos usado lo que había, vale decir, como decía César Aira, lo mucho que nos duele que haya muerto nuestra abuelita, haciendo un “uso cero” de la imaginación, dejando a la imaginación en suspenso, en default, en el texto. ¿Por qué? Porque entiendo que “la muerte de la abuelita” suele estar mezclada, en ese tipo de textos, con posturas muy explícitas acerca de la realidad que nos rodea y lo que sentimos frente a ella. Ese contenido está habilitado por esa forma (el yo), cosa que otros géneros ciertamente no habilitan. Esa sería la diferencia específica de ese tipo de literatura: habilita ideas. Habilita un estilo más cercano a lxs lectorxs.

Si alguien puede venir a decir que tenemos una deuda con la imaginación, tal vez lo hace porque compara nuestra escritura con una literatura universal en la que brilla Don Quijote y cuántas glorias aventureras. Don Quijote, comparado con la pobre abuelita, nos deja mal paradxs. Pero captar las ideas implícitas en Don Quijote, que de seguro las hay, implica una decodificación específica, un leer entre líneas. Esa decodificación es un lujo que en el siglo XXI no podemos darnos; si uno lee la literatura actual, verá que las ideas emergen explícitamente. Podríamos llamarla una “literatura de emergencia”. Es que no hay tiempo ni podemos correr el riesgo de que alguien venga a interpretar lo que queremos decir. Por si acaso, lo mejor es decirlo.

Decir que un problema de estas literaturas es la falta de imaginación, como lo han dicho tantas personas, es un típico gesto conservador de quien, desde un presente que conoce un pasado determinado, evalúa que ese pasado fue mejor. Pero ese pasado conocido es imposible de compartir con una nueva generación que no lo experimentó, entonces cuesta que esa crítica abone a la producción de sentido. En cambio, debemos trabajar con lo que hay y contextualizar. Debemos preguntarnos qué pasa con esta literatura pobre en imaginación. Pero para eso necesitamos tiempo. Ahora que pasaron veinte años, vamos entendiendo que si no hemos usado mucho la imaginación, era, como comenté en mi entrada de diario anterior, porque en ese contexto histórico no estaba disponible. Pero, además, porque esa nueva forma, habilitaba otro tipo de contenidos que se necesitaban expresar. El yo facilitó la apertura hacia el otrx, buscando, al menos en apariencia, el gesto de una voz que se entrega a otrx, en un fluir franco, por fuera de todo cálculo, asumiendo consecuencias inesperadas.

Arriesgo que, quizás, por esas balanzas extrañas, nuestra deuda con la imaginación la venga a saldar una literatura futura, pero, por lo que dije antes, imaginar eso no está entre mis planes.

En mi próxima entrada, hablaré de imaginación, política y feminismo, en clave literaria, por supuesto. Pero es tarde ya. Hasta la próxima.

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